El Cascarrabias

En la vida civil no digo tacos, soy muy amable, mantengo la ética y el estilo hasta límites rayanos con la estupidez. Es el momento en que necesito desfogarme. Así, nace el gran cascarrabias. El gran cascarrabias o de como la vida moderna nos hace decir tonterias. Estas son las mias, dichas para mi mismo. Si te gustan, de acuerdo. Si no, pues tambien. Y si me insultas, tu más. Hago mia la frase de W.C. Fields: "Dicen que soy xenófobo. Se equivocan: odio por igual a todo el mundo"

sábado, 26 de diciembre de 2009

Una de romanos - Tras el águila del César

Tras el águila del César

a Sven Hassel, por tanto buen rato


Quintilio Varo, gobernador de la Germania Magna, paseaba con prisa por el campamento. La última legión en salir, la 18ª, estaba formada y esperaban su arenga. No podía defraudar a sus hombres, veteranos de gloriosas campañas o meros novatos, todos esperaban unas palabras antes de besar a la muerte.

Recordando al gran César, estiró del lóbulo de la oreja al centurión que le dio paso. Lo recordaba de tantas campañas pasadas que parecía que siempre había estado en su vida tal y como, seguro, estaría en su muerte. Se giró sobre sus talones y miró el hermoso espectáculo de los escudos preparados para entrar en combate.

Ante sus hombres, su alta y musculada figura se hacía aún más grande. Los legionarios sabían que él, siempre estaba en primera línea. Que podía no ser el más inteligente de los jefes, que no era un fino estratega. Pero sin duda, era el más valiente y el más fuerte de todos. Se contaba como le habían visto partir en dos a un bárbaro con un golpe de su espada, como quien parte un arbusto con su hacha, en los fuegos por la noche su nombre era de los más mencionados y con más orgullo. El orgullo de sentirse romano, miembro de la civilización más poderosa del mundo conocido.

Quintilio Varo, sabedor de que pronto sería nombrado Cónsul, estaba exhultante. El riesgo era mucho, pero eso nunca le había importado. Es más, sabía que le ayudaba a ganar. A mayor riesgo, mayor temeridad. Y a mayor temeridad, mayor victoria. Ésta sería probablemente una de sus últimas batallas. Los siglos lo saludarían con envidia.

Se dirigió a los legionarios acerando la mirada y levantando la barbilla.

"Nosotros desapareceremos, pero Roma permanecerá en nosotros. Y sabemos que Roma está ante nosotros, detrás de nosotros y dentro de nosotros. Recordad: la legión sobre todas las cosas y sobre ella, tan solo Roma inmortal"

No era precisamente un orador, pero en aquel frío y oscuro bosque germánico de Teotoburgo, nueve años antes del nacimiento de Cristo, sus ecos llenaron las cabezas ávidas de gloria de sus hombres. La furia inundó sus corazones y cegó sus ojos. La batalla, sería épica. Ante la inferioridad numérica, Varo adopta posición defensiva, colocando doble fila de infanteria pesada con los veteranos en segunda fila, y tras ellos tres batallones de proyectiles de largo alcance. En los flancos los protegerían cuatro batallones de caballería.

Aculeo el aquilifer, el alférez, el portador de las águilas, sonreía henchido de orgullo. Las armas brillaban bajo ese escaso y pálido sol recordando la grandeza de Roma. Las águilas volverían a reír.

Aculeo sufría su nombre como los demás lo hacían con su carácter. El poco amigable. ¿En que pensaría Caepio, su tío, cuando sugirió el nombre. Bueno... si lo sabia. Caepio significaba "el vendedor de cebollas". Quizá fuera una venganza en cuerpo ajeno. Aunque la verdad, o el nombre le iba bien, o el fue yéndole bien al nombre. No se puede decir que tuviera muchos amigos, era alguien un poco raro para eso.

La argamasa que daba fuerza a las maderas del campamento fortificado tembló ante el paso firme de las caligae legionarias. El mundo, sin duda, vería un triunfo de las armas de Roma, la eterna. Las instalaciones, las tiendas, las empalizadas, agger et fossa, se quedaban huérfanas de bullicio tras la salida del campamento. Que tiemblen ahora los bárbaros.

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Pinturas sobre la cara, gritos y bebidas que afilan el ánimo llenaban el amanecer de esos que los legionarios llamaban despectivamente bárbaros. Se sabían más y mejores que esos petimetres. Los aplastarían como un jabalí al pisar un gusano. Roma sería enterrada y acuchillada.

Tres legiones romanas avanzaban por el bosque. La 17ª, la 18ª y la 19ª, mil doscientos hombres armados. No importaba, ellos eran diez veces más. Y estaban en su casa. Lamentarían haber abandonado Roma. Lamentarían haber abandonado el sexo de su madre al nacer. Desearían ser solo un sueño de los dioses.

Los distintos caudillos siempre habían fallado en lo más importante. Nunca habían sido más que un grupo de tribus que se atizaban entre sí, lo que había puesto muy fácil a los romanos el arrinconarlos. Pero en esta ocasión una alianza de las tribus locales consiguió que las cosas cambiaran. Los hombres con piedras de afilar preparaban sus armas. Las hachas de doble filo, las grandes espadas… sus bocas ya gustaban del sabor de la sangre romana. Los queruscos, ahora estaban por Arminio, Arminius cuando ejercía de general con los Romanos, a la que renunció para defender a su pueblo.
Quintilio Varo veía a los bárbaros como inferiores, sin inteligencia ni aptitud para la guerra. No empleaban estrategias, sus armas eran más rudimentarias. Pero Quintillo Varo no tuvo en cuenta el gran número de estos. Ya no eran galos vestidos con calzoncillos, eran gigantes de dos metros con grandes hachas que lucharían hasta la muerte por sus mujeres e hijos.
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"Me meo en la loba", dijo el centurión Druso. "Debería estar en el lupanar de Domiciana en lugar de buscándoles las pulgas a esta piara de bárbaros". La luna apenas se veía a través de los árboles en Teotoburgo, pero el ruido que hacían tras el río presagiaba una de las más duras batallas que recordaba, desde las campañas de Egipto.
Era el Centurión primipilus. El de más honor y responsabilidad, por su veteranía y valor. Lleno de viejas heridas de guerra, recordaba cada una de ellas como si condecoraciones de combate fueran. Esta iba a ser su última campaña, pero al contrario que otros de sus camaradas, que se retiraban a las tierras que el César les otorgaba a su jubilación con la pensión que les daba su general, su intención era venderlas para regresar a Roma y abrir una caupona, una taberna en Suburra, su barrio, también la cuna del gran césar, un barrio de Roma de mala nota, lleno de prostíbulos, tabernas, y ladrones. Julio César nació rodeado de putas, asesinos y comidas apestosas y llegó a donde llegó. Era hora de devolver un poco de brillo a esas calles.
Preparó la guardia, y se recostó. Soñó con una esclava númida que le servía vino, queso, higos, aceitunas y bollitos de hojaldre con miel y piñones.
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El día amaneció cubierto de brumas. Tras dos días de lluvia casi ininterrumpida, al menos un par de horas sin agua. De repente un sonido atronador surgió del bosque. Centenares, miles de greñudos, altos y pintados teutones surgieron blandiendo sus armas. Era toda una marea de pieles de animales y metal. Algún legionario novato hizo ademán de escapar, pero allí siempre aparecía el centurión para imponer la disciplina.
La disciplina de la legión convertía a los legionarios en una maquina de guerra eficaz y eficiente, cualquier trasgresión se pagaba cara. Con su vara de mando, el uitis, un palo de madera de vid, el Centurión impuso su mando. Nunca se desprendía de él, hacerlo era perder su autoridad.
Tan solo ese orden logró evitar el caos. El aluvión de bárbaros masacró a las primeras líneas romanas. Es cierto que por cada romano caído, su mejor preparación para el combate y la estrategia de defensa lograba diez muertos bárbaros. Pero romanos había pocos en ese bosque y ellos parecían no acabarse nunca. Y además, la lluvia de nuevo.
El agua era una maldición. Las armas se resbalaban, el fango impedía realizar bien sus movimientos, las formaciones no encontraban la perfección de otras veces, la visibilidad se reducía.
La prima fila de legionarios arrojaron los pilum que lograron un buen número de bajas. Los primeros lucharon en el frente pero no resistieron la primera oleada de brutos. Mientras, Varo observaba la batalla, abriendo los ojos como manzanas. Sus asesores le aconsejaron que ordenara retirada pero él lucharía hasta la muerte si hiciera falta. Veía como la mitad de sus legiones yacían en el suelo o huían despavoridos… pero quedaban sus mejores, los legionarios veteranos, curtidos en mil batallas, con las mejores armaduras y muy disciplinados. Ordenó ataque total, y en pocos minutos y con ayuda de la caballería las cohortes veteranas barren lo que quedaba de la primera oleada y la segunda.
Un gigante pelirrojo blandiendo su hacha se lanzó contra Quintilio Varo. Druso se interpuso y con un movimiento de abajo hacia arriba lo destripó como a un cerdo. Esta noche en la aldea, una mujer más lloraría la partida de un héroe. Apenas tuvo tiempo para limpiarse la sangre que le había salpicado la cara, por cada bárbaro que mataba aparecían tres. Cuando se quiso dar cuenta estaba rodeado por tres guarros cubiertos de pieles. No sabía si le molestaba más el hedor que desprendían o la mirada asesina que le lanzaban. Poco importaba, estaban muertos. Le pegó una patada al primero que le catapultó sobre la espada de su compañero, que lo atravesó como si fuera un conejo para la cena. Mientras este se reponía, con el puño de su propia espada destrozó la mandíbula al último, para terminar clavando literalmente en el suelo al aun sorprendido teutón que trataba de separar el cuerpo de su camarada de su arma. El barro y la sangre se mezclaban como la mar y el cielo.
Druso vio pocas oportunidades de salir vivo de allí. La muerte parecía estar asegurada… y eso le gustaba. Cada vez la violencia había ido haciéndose más importante en su vida, conforme envejecía y perdía su virilidad ganaba su violencia. Paradójicamente eso hacía que el centurión cada vez gustara más a las mujeres, sobre todo de aquellas que gozaban cuando sus fuertes brazos las azotaban al fornicarlas, una raza de hembras que en los últimos tiempos parecía prodigarse.

Las arremetidas fueron violentas. El número de muertos propios se multiplicaba, la sangre anegaba el suelo aumentando el barro mientras las vísceras de los caballos hacía tropezar a los infantes. Demasiado mezclados unos con otros para que los arqueros pudieran ejecutar sus funciones, éstos se unieron al cuerpo a cuerpo. Morirían todos antes de aceptar la derrota.
De repente una nueva oleada de bárbaros empezó a aullar. Las cornetas de la legión cambiaron las órdenes, se reagruparon, justo a tiempo para ver caer al general Publio Quintilio Varo. Un enorme gordo con una barba roja que le llegaba a la cintura le tajó la cabeza y aun se entretuvo en quitarle su casco para colocárselo él. Los legionarios novatos titubearon, pero la vista serena de los tribunos, centuriones, optiones y otros veteranos les mantuvieron en su sitio.
¡Legionarios!. Roma pide nuestra muerte. Vayámonos acompañados de algunos de esos bastardos.
A pesar de su tono sereno, Druso sabía que todo estaba perdido. La muerte llegaba de todas partes, ellos mismos no eran más que cadáveres que aun no habían pasado por el último trámite.
El aquilifer se acercó al centurión.
- ¿Qué quieres, Aculeo?
- Centurión Druso, mira allí, en el puente
El centurión vio a su camarada Casio Querea defenderse con un puñado de hombres aprovechando el paso estrecho. Era listo Casio, con razón siempre le ganaba a los dados. No todo estaba perdido, allí tendrían posibilidad de resistir. No quedaba vivo ningún mando superior a él, así que tomó las decisiones. El corneta transmitió la orden de reagruparse para marchar. Apenas un manípulo, ciento sesenta hombres, de los más de mil que eran esta mañana. Y el sol aun no había llegado a su casa tras la cortina de agua.
Formando la tortuga, los hombres avanzaban lenta pero imparablemente hacia sus compañeros. Resbalaban y se golpeaban unos contra otros, la confusión intentaba adueñarse de sus cabezas y expulsar a la disciplina. La lucha fue terrible, ni un solo segundo dejaron de recibir una lluvia de golpes, hachazos y muerte. Una piedra dio en la cabeza de Aculeo. Rodeado de caos, perdió el sentido; el mundo desapareció
Cuando llegaron, Druso con el cuerpo de Aculeo sobre su hombro se giró y contempló horrorizado la cantidad de cadáveres que habían quedado a sus espaldas. Ni tan siquiera llegaba a una centuria, solo quedaban 70 hombres, apenas siete contubernios. Al menos el puente les ofrecería un resguardo, su estrechez les permitía volver a la más cómoda forma de guerrear de establecer filas para que los hombres puedan descansar sus cuerpos antes de que les llegue el siguiente turno de matar o morir.
Druso depositó el cuerpo de Acúleo en el suelo y vio sus ojos abrirse como pozos.
- ¡El águila!
Sabía lo que significaba. Estaba deshonrado, había perdido el águila en el mayor desastre militar del Imperio Romano. Cuando se supiera que Roma había perdido sus águilas, la gente en la urbe huiría despavorida. El mundo, su mundo, se acaba.
Druso entendió esa mirada y recibió la visita de un sentimiento que hacía años no tenía: lástima.
- Aculeo, estás deshonrado.
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La noche parecía traer un poco de calma. Los hombres, tumbados como podían unos sobre otros descansaban antes de enfrentar el que para muchos, quizá todos, sería su último día entre los vivos. Aquí y allá se escuchaban voces de aquellos que no querían o no podían dormir en su última noche.
El decurión reía con sus camaradas. "Ah, si la hubieseis visto, tenía unas tetas como panecillos. ¡Unas tetas como panecillos! ¿Me oís?... y unas piernas de potranca. Un trasero grande, es verdad, pero... ¡Que bien entrenada estaba!. En cuanto a lo demás... ¡Ay, amigos míos!”

Druso recordaba. Las imágenes se agolpaban en su cabeza, mezclando el camino por la Vía Illirica con las generosas curvas del último lupanar que visitó. Los guisos de su madre y la cara de Augusto en el foro. Roma entera en su cabeza, asaltada en el último momento por el recuerdo de la casa decorada al gusto griego de su amigo Lucio: muros pintados de colores vastos y chillones, incluso el marmol, afeada con un gusto estrambótico. Y es que los griegos construían por vanidad, no por sentido práctico.
Y de entre los recuerdos, ese engreido estúpido de Varo. No pudo evitar mascullar. “Me meo en la boca de Varo". El optione miró de reojo al centurión, que agitaba su vara de mando con visible enfado. Y es que los supervivientes maldecían a ese estúpido general, todo presunción, que los dejó a merced del bárbaro. Pero no importa, claro que no importa. Roma triunfará. Roma traerá la muerte de Arminio. Tras dos días de lluvia y un tercero de ataque masivo de los bárbaros, tras una matanza que duró lo que el odio y el día, con los huesos quebrados y la mirada herida, la rabia contenida podrá más que ese grupo de brutos. Y si no, tomarían vino todos juntos en el Averno la próxima noche.
De repente, Aculeo, con la cabeza vendada con harapos, llamó la atención de Druso. Algo parecía moverse en los árboles cercanos al puente.
El Centurión aguzó su cansada vista hacia donde señalaba su aquilifer, pero no lograba ver gran cosa.
“Debe ser un bárbaro que ha bebido demasiado licor de miel. No creo que ellos empleen exploradores, ni tan siquiera centinelas, son unos brutos ignorantes. Dile al optione que mande a un contubernio e intégrate tu en esos ocho hombres. Intentad traerlo, y si veis que es imposible, matadlo. Matadlo sin miramientos ni calma. Hasta que no nos tengan mas miedo que ellos a nosotros, no venceremos. Pero si puedes, tráelo vivo. No solo tu necesitas traer el águila de vuelta, es Roma quien la reclama. Si ese odre de vino con trenzas te da una pista, síguela. Síguela hasta la muerte, o hasta que el águila vuelva con nosotros a Roma”
Aculeo se puso firme
“¡A tus órdenes centurión!”
Druso puso las manos sobre sus hombros. "Hay que ser fuerte", le dijo el centurión al aquilifer. "La muerte no es lo peor que le puede pasar a un legionario, sino la deshonra". El aquilifer, con su cara llena de sombras le miró interrogando. "Si", dijo el centurión. “Solo se muere una vez, morir es más fácil de lo que parece. Lo difícil es vivir siendo un cobarde, vivir humillado. Toma el gladius y lucha. Si pierdes, arráncate el corazón antes de vivir así.”
El aquilifer tomó el arma, tragó saliba, y comprendió que tenía que tener valor si llegaba el momento. El honor de un legionario era el honor de Roma y el nunca deshonraría a la gran loba. Sabia que era una aventura mortal, pero era su muerte. Y que Baco se apiade de este pobre borracho casi sin honor. Por Roma.
A punto de partir, escuchó la voz del centurión gritándole
“¡Aculeo!. Con tal de que no empeceis a ganar la guerra, todo lo demás está permitido. Esa puta de la loba te guarde por siempre.”
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Un engaño. El bárbaro borracho era un reclamo. Marte, hijo de Júpiter y Juno, parecía amar al aquilifer. Sus camaradas murieron masacrados bajo temibles hachas, a él lo dieron por muerto cuando resbaló y quedó en una zanja difícil.
Podía perder la poca dignidad que le quedaba regresando o ir en busca de la eternidad. No cabía duda. Los cuerpos decapitados de sus camaradas le dieron ganas de apilar cabezas de bárbaros. En el frente nadie tiene derecho a ser moral. Es un lujo innecesario. Muchas cosas había oído de la retaguardia de esos perros rubios, la guerra y sus consecuencias son una cosa. Pero como romano y hombre civilizado, sacrificar a seres humanos en nombre de dioses...
Estaba solo. Un hombre contra diez, cien tribus. Pero sabía que mientras los cuervos vuelan en bandada, las águilas lo hacen solas. Dejó sus pensamientos cuando percibió movimiento. Era el campamento de Armiño, que Sors y Felicitas le acompañaran. Observó durante un rato los movimientos, y reparó en un montón de trofeos, donde sin orden ni concierto se apilaban armas enemigas, cascos… y su águila. A eso se le llama nacer con una flor en el culo.
Cuando el aquilifer apareció de entre la maleza, al bárbaro, medio metro más alto que él, pensó en las bestias con que los druidas le asustaban de niño. Lleno de costras de sangre propia y extraña, con barro desde las caligae hasta el peto, sus ojos ...eran más de un animal que de un ser humano. A pesar del valor de los teutones, no pudo evitar orinarse encima de su piel de lobo cuando notó el gladius sajando su yugular

Marte debía deberle algo a ese romano. El doble hacha del bárbaro rozó su brazo, arañando su superficie. El impulso provocó que su corpachón le empujara, rodando los dos por el suelo. Solo él se levantó, sacando su espada corta de las entrañas del pelirrojo, humeando aun por el contraste del calor de sus vísceras con el frío de la noche.
Aculeo tenía al alcance de la mano el honor de Roma. Masculló un ininteligible “me meo en la madre que parió a esos cabestros” y avanzó reptando.
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El sol mordía ya con sus primeras luces la mañana. El movimiento era evidente entre los dos grupos de combatientes.
Alguien intentaba componer una carta que no llegaría a destino, apenas estampaba el clásico S.V.B.E.Q.V. (Si Vales Bene Ego Quoque Valeo. Si tú estás bien, yo también lo estoy), el resto de las tres legiones desvastadas en batallas que duraron todo el día se preparaba a terminar de ser arrollado.
Ad astra per aspera, se decían unos a otros.
El centurión primipilus arengó sin mucho éxito: “hasta la muerte con vuestros camaradas”, “a la muerte por Roma, por la Gloria, por la victoria”. Pero sus hombres parecían muertos antes de tiempo.
Y entonces vio a Aculeo con el Águila. Al fin una razón por la que luchar, por la que sobrevivir a este cementerio que haría a Augusto durante meses dejarse crecer la barba y sus cabellos, golpeándose la cabeza contra las puertas mientras gritaba “¡Quintillo Varo, devuélveme mis legiones!”
Druso abrazó a Aculeo y levantó el Águila. El sabía que en combate el pensamiento es un lujo, que se vive de impulsos.
El centurión primipilus miró a sus hombres, agotados, derrumbados unos sobre otros. Se encaramó a unas maderas enarbolando el águila, y escupiendo sus palabras dijo
“¡Legionarios!. Creo que os habéis dado cuenta de que estamos en medio de una batalla condenadamente seria. Estáis luchando en las puertas del caos. Nuestros enemigos son feroces cazadores de cabezas, bárbaros sin escrúpulos que se orinarán en vuestros cadáveres, y otros nobles adversarios. Solo quieren acabar con todos nosotros, y no hay que tenérselo en cuenta porque también nosotros deseamos acabar con ellos.
Pero lo que si me preocupa es veros así, abandonados. Nuestro amado Augusto, a quien los Dioses tengan en cuidado, se metería los cinco dedos de una mano en el culo y los abriría si os viera así.”
Imaginar la escena hizo reír a unos cuantos y alertó a otros.
“¡Sabéis lo que se espera de vosotros! ¡Roma o muerte!”
“¡Roma o muerte!”, gritaron todos poniéndose en pie como un solo hombre, blandiendo sus armas. Morirían con una sonrisa en la boca y la mirada de la loba madre sobre ellos. Roma o muerte.
César Augusto en ese momento se revolvió al pasear por el jardín.








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