El Cascarrabias

En la vida civil no digo tacos, soy muy amable, mantengo la ética y el estilo hasta límites rayanos con la estupidez. Es el momento en que necesito desfogarme. Así, nace el gran cascarrabias. El gran cascarrabias o de como la vida moderna nos hace decir tonterias. Estas son las mias, dichas para mi mismo. Si te gustan, de acuerdo. Si no, pues tambien. Y si me insultas, tu más. Hago mia la frase de W.C. Fields: "Dicen que soy xenófobo. Se equivocan: odio por igual a todo el mundo"

jueves, 10 de noviembre de 2011

Un regalo inesperado


- “Ven a casa, tengo una cosa que darte”

Que raro... cuando Pepita me llama, suele pegar la hebra lo suficiente como para tatuarme en la oreja la silueta del auricular. No es tan escueta.

Camino a su casa, voy pensando en los últimos meses. Su abuelo Joaquín, con quien trabé una fuerte amistad gracias a ella, falleció en unas circunstancias muy desagradables. Joaquín acompañaba mis pensamientos desde entonces, y se que para Pepita, que tenía en él más que un abuelo, había sido una temporada muy dura. Le faltaba su sostén vital. Aclaremos en este punto y momento que ni Pepita se llama Pepita, ni Joaquín era el nombre real de su abuelo, que no quiero disgustar a nadie más allá de lo estrictamente necesario.

Pero antes de seguir, recapitulemos. Pongamos las cosas en su sitio.

Hace ya algunos años, un día en el que la primavera insistía en triunfar pese a todo, en el despacho se me presentó una alumna. Hasta aquí nada anormal. Lógico, para eso estoy, para hablar con alumnos y resolverles sus problemas, en la medida de mis posibilidades. Pero es que esa alumna no era alumna mía. Ni tan siquiera de mi titulación.

Parece ser que Pepita no sólo había podido observar como testigo (perdón, debería decir testiga) alguna tenida mía con la giliprogresía rampante de mi universidad, sino que algo había escuchado de mi particular leyenda negra. Y eso mismo, que a muchos les empuja lejos de mi, ya que no pueden meterme en un lazareto de leprosos, a ella le atrajo.

No, no se trataba de alguna rara perversión sexual basada en desear al tipo más incómodo socialmente de punto. La realidad era mucho más sencilla: era la única persona de la universidad que le recordaba a su abuelo. Y como su abuelo (ésto creo que ya lo he dicho) era más que un abuelo para ella, pues le dio por venir a ver al monstruo en su madriguera, a ver si era tan fiero como lo pintan.

Por no subirme a los cerros de Úbeda y acabar en Jaén, resumiré que Pepita y yo nos hicimos buenos amigos, que me presentó a Joaquín y que, a resultas de aquello, pasé muchas tardes en casa de Joaquín charlando de todos los temas imaginables, pero, sobre todo, de la experiencia que marcó su vida: su viaje a Rusia con la División Azul. Porque si, Joaquín fue un guripa, y no sólo eso, tambien fue sin yo saberlo, gran amigo de mi tío, que había fallecido hace un par de meses, y del tío de mi cuñado, ambos también divisionarios en Rusia.

Joaquín mantenía un enfrentamiento con sus hijos, que no compartían en absoluto las ideas de su padre (habráse visto, un viejo revolucionario, y no es que chochee por la edad, sino que al parecer siembre había chocheado. Claro que su revolución se parecía más a la de Mussolinni que a la de Lenin, pero eso era otro cantar). Y a consecuencia de eso, Pepita andaba con quebraderos de cabeza. Joaquín le exigía un férreo respeto a sus padres, aunque eso supusiese no verla -y es que sus amantísimos progenitores temían que la niña les saliera fascistona, como el abuelito-, pero ella hacía todo lo posible por escaparse y verlo. Amor de nieta que además, vean ustedes que desgracia, les había salido nacionalsindicalista. Joven, hermosa y falangista, una trinidad imposible de aguantar para unos padres liberales amantes de los mercados que estaban a punto de arruinarles.

Hablaba con Joaquín, con Pepita, o con ambos a la vez en unas tardes deliciosas y siempre demasiado cortas, en casa de Joaquín quien, mientras pudo, intentó mantener su independencia.

Joaquín murió. Dejé de ver a Pepita un tiempo, pero, quizá porque le recordaba a Joaquín, ella retomó el contacto. Venía a verme en ocasiones al despacho y charlábamos largo y tendido. Algún idiota, de los que siempre hay, pensando más con la entrepierna que con la cabeza, quizá creyó que entre ella y yo había eso que los modernos llaman “un rollete”. Pobres indigentes intelectuales, que no pueden ver más allá de sus propias miserias. Lo cierto es que nunca he gozado de una amistad más blanca y enriquecedora con alguien a quien, sin casi alguno, doblo la edad de sobra. Poco a poco, fuimos quedando no solo en la universidad, sino en cafeterías o en su propia casa, para evitar el azote de las lenguas-de-doble-filo.

Y en ese contexto, recibí la llamada. Quería que fuera a su casa

Me parecía raro, pues sabía que sus padres me veían como una mala influencia para Pepita: las pocas veces que la había pisado tras la muerte de Joaquín, sus caras se pusieron tan largas que parecía que iban a barrer el suelo con sus labios. No porque arrastrara a su niña a un mundo de perdición y drogas, sino porque cuando charlaba conmigo se reafirmaba en sus ideales y posturas. Conste que yo en ningún momento traté de hacerle un lavado de cerebro ni mucho menos, prácticamente era al contrario. Suelo ser más bien receptor de su discurso, al que apostillo algún dato histórico o recuerdo personal. Pero uno no domina las percepciones ajenas, cuando ni siquiera llega a entender las propias.

Lo entendí cuando llegué. Los padres de Pepita estaban de viaje y, por tanto, no le pondrían la cara larga de costumbre, ni le llovería, quizá, alguna bronca. Es curiosa la mentalidad de esos padres, que ignoran conscientemente el hecho de que la hermana menor de Pepita se encierre en su habitación con sus variantes y variables novios para practicar acrobacias eróticas, pero que censuran las visitas de un tipo viejo y formal, que sólo toma café y habla de historia. Pero nadie ha dicho que ser padre sea fácil, no voy a juzgarles.

Pepita me hizo pasar al salón. Me pidió que me sentara y me dijo

- “Perdona el secretismo. Lo entenderás enseguida. ¿Quieres una copa?”

Al ofrecerme una copa y no un café, algo en mi interior me dijo que el asunto traía cola. Tan sólo dos veces me había ofrecido una copa y no un café: cuando se sinceró contándome el dolor que sentía en su casa por la situación de tensión que vivía, y cuando enterraron a su abuelo. Y las dos veces, había sido fuera de su casa.

- Vale, Pepita, ponme un jerez.

Con la copa delante, Pepita empezó a hablar de temas intrascendentes, a ciscarse en Rubalcaba y Rajoy, a hablarme del último libro que había leído... tuve que mover pieza.

- Pepita, para. No me has traído aquí para tomar un jerez y hablarme de tu ex. ¿Qué pasa?.

- Eres listo. Espera un minuto.

Desapareció por el pasillo y volvió enseguida con una maleta. Una maleta antigua, de esas de madera que salen en las series cutres de televisión española cuando quieren convencernos de que España era un gigantesco campo de concentración.

- Ésta maleta era de mi abuelo. Hace un par de meses, ya sabes, vaciamos su casa. La encontré junto con otras dos y una carta en un armario. La carta era para mi, y me decía que ésta maleta, te la tenía que dar. Las otras dos, eran para mi.

Mis ojos se abrieron como platos. No era la primera vez que me llegaba un regalo de la otra parte de la charca de Caronte, pero lo cierto es que uno no termina de acostumbrarse y el escalofrío de rigor recorrió mi cuerpo.

- Pero...

- Sin peros. Ya sabes que soy cotilla, y como mi abuelo no me pedía que no la abriera, he cotilleado. Son lo que, ya sabes, otros dirían que es chatarra, basura, y como tal acabarían en el contenedor, y, tu y yo, sabemos que son pequeños tesoros. No he podido dártela antes, porque no podía sacarla de casa sin que mis padres se enterasen, y hasta hoy, no me han dejado la casa para mi sola.

La abrió delante de mi y empezó a sacar cosas que me robaban el aliento hasta casi sumirme en un colapso por falta de oxigenación. Un trozo de tela ajada que algún día bien pudo ser un cacho de camisa, una medalla, un cuaderno manuscrito, libros y... una carta.

La carta me la reservaré pues, entre instrucciones (¡a tus órdenes, Joaquín!) y sugerencias, había un conjunto de guiños privados, confesiones y peticiones que deben quedar en la intimidad.

De hecho, de todo ése tesoro, hablaré de una sola cosa. De un libro.

Érase una vez que se era un autor que pasó de ganar el Nobel a ser un proscrito políticamente incorrecto. Knut Hamsun, desterrado de los anaqueles por apostar por Hitler como caballo vencedor, hoy no es nada. No lo era al menos para mi, que lo desconocía, algo que, favor postmortem, lo remedió Joaquín. Y no ha sido de sus últimos favores.

Érase también un editor que volvió a editar en España tras la odisea de la incivil guerra, de la mano de Félix Ros y Eugenio D´Ors, José Janés. Un editor al que intentaron silenciar por su republicanismo, pero del que rescataron para la cultura sus muchos amigos falangistas. Porque al contrario de lo que se cree hoy, no todos los falangistas respondían precisamente al arquetipo de chulo engominado con una porra en la mano y dispuesto a achacarlo todo a la conspiración judeomasónica, hasta el que a su madre se le pegaran los garbanzos.

Y ya puestos, érase un libro de Hamsun que se publicó por Janés durante la segunda guerra mundial, que ya son ganas de publicar. Una edición cuidada, en cartoné e ilustrada, de “La última alegría”.

Subamos la apuesta: érase un volumen de esa edición que se vendió en una librería cercana a la estación. El libro, con su olor a nuevo, junto a sus compañeros, ofreciendose voluptuosamente a través del cristal del escaparate a los viandantes.

Érase un guripa, Joaquín, que esperaba para tomar un tren que lo llevara al frente ruso junto a sus camaradas... y aquí se inicia la aventura vivida por ese libro, que empezó cuando Joaquín lo compró para matar el tiempo, y, burla burlando, fue absorbido por su lectura. El libro lo marcó tanto, que lo acompañó hasta su regreso a España.

Y aquí entro yo, recibiendo inesperadamente éste regalo que cae en mis manos.

Sin saber más, me dispuse a disfrutar de su lectura. Lectura que huele a pólvora y tierra mojada, sin tener que jugar a segundos sentidos con las palabras.

Ahora he venido a vivir a los bosques. No es que esté disgustado ni que la maldad humana me haya ofendido; pero como los bosques no vienen a mi, yo tengo que ir a ellos. Así es.

Caramba. No me extraña que Joaquín, en esos momentos previos a vivir la aventura de su vida, se quedase pegado a esas páginas. Me lo imaginaba leyendo el libro, tumbado en la isba y...

Cuando quiero hacer café, salgo fuera, lleno la caldera de nieve y la cuelgo sobre el fuego; así me proporciono el agua.
“¿Pero es vida ésto?”
Te has expresado mal, ésta es una vida que tu no puedes comprender. Tu tienes tu casa en la ciudad, sí, y la tienes adornada con figuras, y cuadros, y libros; pero, además, tienes mujer, y criadas, y mil gastos. Cuando velas y cuando duermes, estás preocupado con éstas cosas y nunca estás tranquilo. Quédate tu con los bienes espirituales, los libros, el arte y los periódicos. Quédate también con el café y el whisky, que por cierto, siempre me hace daño. Yo atravieso los bosques y me va bien.

Si, ese párrafo leído entre hoja de campaña y carta de la madrina, debía causar impresión. Como impresión me causó ver escrito, a lápiz “Riga 25080”, numerito que tiene toda la pinta de ser un feldpost. Algún intercambio postal con algún camarada con heridas.

Avanzar por los bosques helados tras leer algo como

Ocurre a veces que me equivoco de dirección y me extravío. Sí, suele ocurrir. Pero no empiezo a dar vueltas, sin encontrar el camino hasta que estoy delante de mi puerta; eso se queda para los hombres de la ciudad. Yo estoy a dos millas del camino, al otro lado del río Skjel, cuando ya empiezo a saber dónde estoy, y a veces, en un día sin sol, con tempestad de nieve, sin norte ni sur en el cielo. Entonces hay que entender mucho y conocer las señales de ésta y de la otra clase de árboles, de la resina en los pinos, de la corteza de los árboles frondosos, del musgo que crece abajo, de las raíces, los ángulos que forman las ramas al Sur y al Norte, de cómo crece el musgo en las piedras, qué aspecto tiene el, tejido venoso de las hojas: por todas estas cosas puedo determinar la dirección, si es que todavía es de día. Pero si empieza a anochecer, me convenzo de que no podré encontrar mi camino con luz y ¡Dios mío!, me digo ¿cómo pasaré la noche?

debió marcarle, si. Pero no es por cosas así por lo que me dio el libro, sino por algún párrafo subrayado. Alguno como éste:


"Los vicios se mueven en círculo, lo mismo que las virtudes—empiezo a pensar—; nada es nuevo, todo vuelve y se repite. Los romanos reinaron en el mundo, sí. ¡Oh! Eran romanos tan poderosos e invencibles, que se permitieron uno o dos vicios; se podían permitir muchas cosas; se procuraban placeres con adolescentes y con animales. Entonces, un día, comenzó a descender sobre ellos la recompensa; los hijos de sus hijos perdieron una batalla aquí y otra allá, y los hijas de éstas ya sólo miraban atrás. El círculo estaba cerrado, nadie reinaba en el mundo tampoco, como los romanos." No se asustaron de mí los dos ingleses del establo, yo no era sino un nativo, un noruego, ante los poderosos viajeros; yo no tenía más que callar. En cambio ellos pertenecían a la nación de trotadores del mundo, de conductores de carros y de vicios que el sano destino de Alemania matará algún día...

El libro, la maleta en sí, es una pequeña prueba más de que los guripas no eran soldados mercenarios, no eran sanguinarios descerebraos. Fue un verdadero batallón de pluma y espada, como los que ha dado España en sus mejores años. Como aquellos donde formaron Cervantes, Calderón, Lope, García Serrano o, en la propia Blau, Dionisio.


Una joya.

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