El Cascarrabias

En la vida civil no digo tacos, soy muy amable, mantengo la ética y el estilo hasta límites rayanos con la estupidez. Es el momento en que necesito desfogarme. Así, nace el gran cascarrabias. El gran cascarrabias o de como la vida moderna nos hace decir tonterias. Estas son las mias, dichas para mi mismo. Si te gustan, de acuerdo. Si no, pues tambien. Y si me insultas, tu más. Hago mia la frase de W.C. Fields: "Dicen que soy xenófobo. Se equivocan: odio por igual a todo el mundo"

lunes, 24 de febrero de 2014

La vida en un segundo. Cuento de ciencia ficción


¡Cuidado con ese coche! ¡Justo, que nos matamos!.

Los ojos de Justo buscaron a los de Reme. Ambos sabían lo que tenían que hacer. No había tiempo para hablarlo, ni tan siquiera para pensarlo. Pero sus miradas cruzadas valían más que una semana de charla para otras parejas. Tanto tiempo juntos habían provocado ese efecto.

Fue el principio, el primer momento del resto de sus vidas. Salieron del coche, y dieron un paseo por el arcén hasta salir de la autopista. Se adentraron por caminos rurales hasta llegar a una zona donde los campos dejaban paso a pequeños bosques particulares, repletos de frutales. Abrieron la verja y entraron.
Justo y Reme disfrutaban de su paseo. La luz crepuscular acariciaba las copas de los árboles y la sucesión de manzanos parecía invitarles a coger un par de frutas y llevárselos a la boca. El suelo, sembrado de hojas, crujía a su paso. Era una pena que el encanto se rompiera al ver esas hojas congeladas en el aire, como en un mal efecto especial de una película. Y lo realmente duro era saber que nunca se haría de noche.
Y es que los dos eran una pareja muy especial, únicos en su especie, o al menos eso creían ellos. Porque Justo y Reme tenían un poder singular: podían parar el tiempo.

Justo, de niño, haciendo un examen en el colegio, descubrió su don. De repente, sus compañeros dejaron de escribir. Su profesor, que estaba estornudando, se quedó congelado en una mueca estúpida. No entendía lo que pasaba, pero decidió aprovecharlo: sacó el libro, cumplimentó el examen, volvió a guardar el libro e, instintivamente, cerró los ojos, se concentró y ¡op!, todo volvió a moverse. En realidad, todo volvió al mismo punto donde se había quedado: su examen volvía a estar en blanco. Hizo experimentos y se dio cuenta de que no podía cambiar nada. Si mordía su bocadillo, éste volvía a estar entero al, como le gustaba llamarlo, volver a darle cuerda al tiempo.

Mojó la camisa de un compañero con tinta, rompió los exámenes de toda la clase, dejó la puerta abierta, dibujó en la pizarra, y él mismo se colocó en la silla del profe. Todo era inútil: al darle cuerda al tiempo, regresaba a donde lo había dejado.

De todas formas no era del todo inútil, tan sólo le costó más terminar el examen. Era cuestión de ir memorizando las preguntas y respondiéndolas una a una, conectando y desconectando el tiempo.
Desde entonces, sus notas se dispararon: máximas notas en los exámenes y ni un sólo retraso en la entrega de trabajos. Natural: cuando veía que necesitaba tiempo para leer un libro, tan solo desconectaba al resto del mundo.

Conforme fue creciendo, fue experimentando con su don. Descubrió que podía estar todo el tiempo que quisiera congelando al mundo. Que podía comer, beber y dormir durante ese tiempo, pero que también podía no hacerlo. En una ocasión decidió leerse todas las novelas de Sven Hassel de un tirón y se pasó un mes sin hacer otra cosa más que leer en la cama, levantándose para coger los libros. Ni orinar le hacía falta. Podía escuchar música enlatada, y hasta navegar por Internet, pero no ver emisiones de televisión, que aparecían congeladas, ni acceder a nada de la red que no estuviera en los servidores en el momento del punto y aparte.

En otra ocasión, se fue paseando hasta una ciudad a 200 kms de su casa. Desgastó sus zapatos, pero no tenía ni hambre, ni sed. A pesar de eso, paró en una fonda por el camino y se comió el cochinillo que un comensal tenía delante, recién servido. Cuando le dio cuerda de nuevo al tiempo, sus zapatos estaban nuevos, y él en la puerta de salida de su casa, donde había empezado. Estaba seguro de que el cochinillo estaría de nuevo en el plato del cliente de la fonda.

Las posibilidades que le daba su poder le dio ya desde pequeño una vocación profesional: sería detective privado. El mejor investigador, pues podría averiguarlo todo, sin que nadie le viese husmeando, y con todo el tiempo para leer y memorizar documentación. Aunque no podía hacer fotos, pues al volver a correr el tiempo, éstas desaparecían de carretes y tarjetas de memoria.

Y se forró. Nadie como él para descubrir infidelidades, secretos ocultos en casas particulares u oficinas, en ministerios o... en bancos.

En una sucursal estaba cuando la conoció. Apartó a una administrativa que acababa de meter su clave en un terminal, y se dispuso a buscar la información financiera de un posible inversor de uno de sus clientes. Una vez memorizados los datos, algo que con el tiempo había aprendido a hacer con facilidad, cuando estaba a punto de hacer volver al tiempo, algo le alarmó. Movimiento. ¡Es imposible!. Nada se mueve cuando congela el tiempo. Si una hoja de papel arde, la llama se para. Si una moneda se le cae, queda colgada en el aire. Un gato saltando parece volar eternamente. No, o es una visión, o algo muy raro ha pasado ésta vez. Se fijó bien y la vio.

- Ho... hola... ¿quién eres? ¿qué está pasando aquí?, balbuceó esa pelirroja menuda.
- ¿Quién eres tú? ¿de dónde sales?
- Yo... yo trabajo aquí. Pero todos están ¡quietos! ¿qué pasa? ¿me estoy volviendo loca?.

Justo tuvo una larga charla con ella. Lo que él creía era un don único, no lo era tanto. Reme, la pelirroja, era de su clan: podía parar el tiempo, pero nunca lo había experimentado. Fueron dándose cuenta de que cuando estaban juntos y uno de los dos le daba a la pausa en la película de la vida, los dos quedaban como únicos espectadores de los sucesos. Cuando los dos a la vez entraban en el tiempo vacío, debían ser los dos los que desconectaran a la vez, o no saldrían.

Durante meses, quedaban durante todos los fines de semana y se dedicaban a experimentar. En una de esas ocasiones, Reme resbaló y se partió una pierna... que volvió a sanar cuando regresaron. Esto hizo pensar a Justo, y, sin decírselo a ella, se arriesgó. Hizo una apuesta muy firme. Desconectaron en la azotea de un rascacielos y se arrojó al vacío. Pudo ver la muerte como se acercaba. Al estamparse contra el suelo, todo se hizo negro... y de repente volvió a la entrada principal del edificio, donde con Reme había empezado la desconexión. En sus viajes, eran inmortales. Bueno es saberlo.

Parecía lógico que dos seres tan singulares terminaran juntos.  Y así fue. Se casaron. Era una pareja muy singular: cuando en medio de una reunión decidían discutir, hablar en privado o, simplemente, besarse, no tenían que ausentarse: hacían que el mundo se ausentara por ellos. En la misma ceremonia de la boda, él la sorprendió: paró el tiempo y le recitó una larga poesía de Rosales, con el sacerdote a punto de bendecir su unión, y sus familias congeladas mirando sin ver el altar.

Y fueron muy, muy felices. Llevaban un par de años casados pero, como descubrieron que con el tiempo pasado no envejecían, en realidad sumaban más de veinte años de pareja. Se conocían a la perfección. Veinte años de unión segundo a segundo, disfrutando de paseos, de las bibliotecas para ellos solos, de las mejores comidas en los mejores restaurantes, con la única pega de que ellos mismos tenían que servirse. De playas infinitas para ellos solos. Y, alguna vez, de la picardía de exhibicionistas frustrados que les llevó a hacer el amor en medio de algún que otro campo de futbol lleno de gente que nunca les vería.
Pero a pesar de esa felicidad, no se atrevían a tener un hijo. ¿Que podría pasarle?. ¿Heredaría sus poderes?. Y si no ¿qué le ocurriría si, en medio del embarazo desconectan?. No querían jugar con eso. Estaba claro que, cuando decidieran tener un hijo, se acabaron al menos por nueve meses esos paréntesis. Así que, simplemente lo iban aplazando.

En medio de esa felicidad, fue cuando ese conductor suicida apareció de la nada. Los dos sabían que si tan solo regresaban un segundo, morirían los dos. Estaban condenados a vivir una eternidad de tiempo paralizado, o, al contrario, morir al instante. La decisión estaba clara para los dos: nunca les había importado demasiado el resto del mundo. No podían volver a darle cuerda al tiempo.

Claro que, con el tiempo, cuando llevaban ya un año seguido de interrupción, a él empezó a asaetearle una duda: ¿y si ella estaba cansada de él? ¿podía encadenarla a su lado?. La veía rara últimamente. Tendría que hablar con ella.

Pasearon de vuelta al lugar donde todo empezó. Su coche, a dos milímetros del impacto, mientras que en el otro los ojos vidriosos del suicida buscaban una botella medio vacía en su asiento de al lado. Allí él le confesó sus miedos. Le dijo que no quería encadenarla, que la decisión estaba, ahora y siempre, en sus manos.

Reme se le quedó mirando como quien contempla a un esquimal en Badajoz, esbozó una sonrisa irónica, cogió su mano derecha, la puso sobre su tripa y le dijo:

- Justo: nunca me cansaré de ti. Y menos ahora, cuando más te voy a necesitar para que busques ropa de bebé y biberones por los centros comerciales.

¡Un hijo!. Ahora entendía que pareciera rara. Claro... ya no hay problema en volver al tiempo circulante. El embarazo dejaba de ser problemático tanto si se detenían las paradas temporales como... si era el tiempo mismo el que no avanzaba. Serían los primeros padres que, con toda la razón, podrían decirle a su hijo, desde lo más alto: "algún día, hijo mío, todo esto será tuyo".

La vida, triunfaba sobre la muerte. Reme y Justo se fundieron en un beso infinito, mientras las lágrimas de ambos corrían por sus mejillas uniéndose. Ese niño ¿sería siempre un bebé? ¿crecería hasta ser un niño, un adolescente y luego pararía?. Sea como sea, viviría en un mundo convertido en una foto fija pero... pero eso, será otra historia.

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