El tiempo no vivido. Cuento de historia ficción.
El tiempo no vivido.
Cuento de historia ficción.
20 de noviembre de 1984. Los alrededores de las Cortes
Españolas estaban abarrotados. Periodistas procedentes de todas partes del globo
se dan codazos para poder tomar la mejor foto, para robar unas palabras a los
mandatarios que se dentro se han dado cita, cuando salgan hacia El Pardo.
El coche del presidente acaba de llegar. Un anciano vestido
de almirante recibe el apoyo de otro anciano, vestido de chaqué. Carlos Arias
Navarro ayuda a Luis Carrero Blanco dándole su bastón. Entre un bosque de
pechos cubiertos por condecoraciones, desaparecen en el edificio, mientras la
multitud grita de forma atronadora ¡Carrero! ¡Carrero! ¡Arriba España!
Mientras, en el interior, en una zona preparada para el
acomodo de las personalidades que han venido a presenciar el relevo en el mando
de la vieja piel de toro, la curiosidad de los presentes ahogó sus murmullos. La entrada de Carrero, seguida vía televisión
por medio mundo, gracias a las imágenes que eurovisión transmitía, erizó los
pelos de todos los españoles que tenían delante una pantalla. El barrido les
ofreció un espectáculo que pocas veces se podría contemplar: lo más granado de
la política española e internacional, reunida para homenajear al presidente que
se retira y para saludar al entrante.
Los dos días anteriores, mientras esos ilustres visitantes
iban llegando, los periodistas extranjeros descubrieron que la seguridad que el
régimen había dispuesto para ellos era impecable, era imposible que nadie
llegara a menos de diez metros de cualquiera de ellos. Como mucho, el enviado
del Washington Post había logrado captar desde lejos una charla privada entre Ronald
Reagan y el sudafricano Pieter Willem Botha. Ellos no parecían incómodos en la
España que encaraba el final del siglo XX renovando el régimen que el general
Franco inaugurara en 1936, y reían y charlaban amigablemente con el coronel de
la Legión Española que tenía a su cargo la seguridad de los mandatarios
internacionales. Seguro que en los corrillos internacionales ese encuentro
traería cola.
Otros, como el canadiense Brian Mulroney o el ministro
francés Gaston Deferre (su presidente había declinado la invitación), se veían
claramente incómodos, no llegaron ni a salir de la residencia que les había habilitado
el ministro de exteriores, Manuel Fraga, más que para ir a la ceremonia, tan
solo se asomaban al balcón para fumar. Pero eran los menos de los casos. La
inmensa mayoría eran invisibles. Sabían todos que estaban en España el
argentino Raúl Alfonsín, el salvadoreño José Napoleón Duarte e incluso el
recién llegado al poder tras el asesinato de su madre Rajiv Gandhi. Pero nadie
había podido confirmarlo visualmente.
El máximo logro se lo llevó un periodista de Pueblo, que
consiguió una entrevista en exclusiva con Augusto Pinochet. Pero el general fue
una excepción. El silencio era casi norma en todos ellos.
Fue precisamente Augusto Pinochet el primero que se levantó
al ver entrar al Presidente Carrero. La cámara siguió su ejemplo: los
procuradores, las tribunas de invitados, se levantaron y rompieron en aplausos.
Incluso un procurador, con una pierna amputada en el conflicto del Sáhara donde
de forma definitiva aplastaron la amenaza de Marruecos, se levantó como
impulsado por un resorte.
Al fondo, en una de las últimas filas, dos personas se
miraban sin mostrar esa alegría común. Dos ancianos, que durante años se
sentaron en los sillones azules y no en las duras sillas de invitados, parecían
desmentir con el rictus de su cara el gesto amable de levantarse para aplaudir.
José Antonio Girón miraba con desconfianza hacia la puerta por donde el sucesor
de Carrero tenía que entrar. Pilar Primo de Rivera fue la primera en sentarse
de toda la cámara.
Los operarios de Televisión Española estaban justo detrás de
ellos, así que contuvieron todo comentario, no querían que se filtraran sus
pareceres privados. Pudieron escuchar como en un eco, desde los auriculares del
periodista que se sentaba tras ellos la voz del locutor que, desde Prado del
Rey iba narrando los acontecimientos.
El estudio estaba dispuesto en forma de U, con una
gigantesca bandera de España con el Águila de San Juan en su nuevo diseño, en
vigor desde el 81, con rasgos más rectilíneos, una variación que había enfadado
a lo que se daba en llamar "el bunker". Iñaki Gabilondo presidía la
mesa, y distintos expertos y personalidades le rodeaban: Emilio Romero, de la prensa sindical, Luis
María Anson, de ABC, José Luis Arrese, con su profundo saber político y el
general Jaime Milans del Bosch, cerraban la mesa.
Gabilondo hacía una semblanza de Carrero, desde su niñez a
su llegada a la presidencia del gobierno. La guerra, los años que pasó siendo
la mano derecha de Franco, la tutela del Rey, la decisión de retirarse por su
avanzada edad y la elección de su sucesor en la presidencia... una vida muy
larga y llena de servicios a España, decía el periodista.
Emilio Romero, el primero en participar, empezó evocando una
historia muy conocida: cómo un periodista de Pueblo fue quien, minutos antes de
la explosión de Claudio Coello que tenía como objetivo el asesinato de Carrero,
descubrió algo que no le gustaba y logró detener el Dodge3700 GT del
presidente.
Milans del Bosch intervino para afirmar que era un auténtico
milagro. Dijo que Su Majestad un día le comentó que, sin duda, la mano de la
providencia había salvado al presidente, y que sin él, seguro que España y él
mismo hubieran caído en manos del comunismo y la masonería. No quería ni
imaginar que hubiera pasado sin él. Seguro que España hubiera perdido el
Sahara, las Canarias, Ceuta y Melilla. Solo el pulso firme de don Luis había
mantenido la integridad de la patria.
Anson remarcó que fue un periodista quien le salvó, y, si,
de forma providencial, pues aunque tenía que haberse ido a cubrir un conflicto
bélico en otra latitud, una gripe se lo había impedido. ¡Bendita gripe, que le
había permitido salvar a España y la monarquía!
Gabilondo quiso que Arrese interviniera, pues lo veía como
ausente mientras sus compañeros de mesa metían cuchara en la conversación, así
que decidió cambiar de tercio. Le preguntó que podían esperar los españoles de
su sucesor. el Teniente General Aramburu Topete. Esto hizo torcer el gesto a
don Jaime Milans del Bosch, pues habiendo sido compañeros en la División Azul,
entendía que debía ser el primero en ser preguntado al respecto, pero bueno, se
decía que éste chaval tan joven tenía influencias extrañas en lo más alto.
Arrese pareció salir del limbo. No hizo una biografía del
nuevo presidente, no hacía falta recordar su trayectoria durante la cruzada, su
paso por la División Azul... al contrario, lo que dijo sorprendió a los
presentes. Según Arese, Topete parecía la continuidad, más de lo mismo, otro
hombre de la guerra, pero que en realidad era la ruptura. Y no por lo
superficial, que deja de presidir un marino para ir al ejército de tierra, sino
por el tipo de personalidad.
Para Arrese, Aramburu, más allá de lo revolucionario que
lleva en su ADN azul por falangista, tiene el concepto de un estado moderno en
la cabeza. Un estado capaz de seguir siendo baluarte ante los enemigos de
España, pero que de pasos para entrar en el siglo XXI con buen pie. Sería una
neofalange. Un estado con formas más modernas, capaz de incluir gracias a su
verticalismo, a toda posible discrepancia.
Hacían quinielas sobre el gobierno. Estaba claro que algún
nombre del viejo gobierno se heredaría, pero la entrada de gente nueva era
segura. Dos nombres estaban claros para todos los presentes: Manolo Clavero y Adolfo Suárez. Milans se
permitió apostillar que lo conocía muy bien, pues se lo presentó Aramburu hacía
algún tiempo, y que era un joven imbuido de los más altos ideales y dispuesto a
darlo todo por la patria.
En el hemiciclo, la ceremonia continuaba. Sólo quedaba por
llegar el monarca. Girón le susurró a Pilar que creía que su rodilla no le
permitiría volver a levantarse. Cuando entró don Juan Carlos buscó con la
mirada a su querido amigo, el Teniente General Iniesta Cano y sonrió al verle
también sentado. Carlos tenía las rodillas en condiciones, a pesar de su edad,
pero ahí estaba, sin moverse de su asiento.
Sin embargo, parecían estar solos en su desazón, pues la
felicidad parecía emanar de todos los presentes. Las luces generales
descendieron y se iluminó de forma potente el tapiz que amparaba a la
presidencia. La semioscuridad pareció dar a esa multitud de grandes hombres
algo que les solía ser vedado: la intimidad. Incluso en esa falsa soledad,
todos siguieron sonriendo. Aunque la sonrisa de Reagan escondía un pensamiento
muy privado: hay que volverlo a intentar. Y no fallar en la segunda ocasión.
Etiquetas: Cuentos
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