Leyenda viva
Leyenda
viva
Los niños del barrio dejaban de jugar
cuando doblaba la esquina y no le quitaban ojo. Las historias que sus padres
contaban de él eran lo suficientemente truculentas como para que esa mezcla de
miedo y respeto provocase la admiración infantil.
Pero él no se consideraba distinto, ni
mejor ni peor que los demás. Era tan sólo un tipo normal.
¿Es
amargo estar con la espalda contra la pared?
¿Y
si fuéramos hombres mejores de lo somos?
Por supuesto, se daba cuenta del efecto
que causaba, y no sólo en los niños. Pocos adultos mantenían la mirada cuando,
casualmente, se encontraba con ellos en algún comercio del vecindario o, simplemente
paseando por la calle.
Había llegado a pensar que debía suprimir
sus paseos por el parque, a donde cada tarde tras el trabajo iba a aprovechar
los últimos rayos de sol para leer arrullado por los ruidos urbanos. Pero lo
cierto es que se había acostumbrado a ver a esos niños espiándole, escondidos
tras los columpios, y a esas madres y abuelas hablando de él pero sin mirar
nunca en su dirección.
Él sólo había hecho lo que tenía que
hacerse.
Si
viniera de nuevo hoy, ¿responderíamos a la llamada?
Di
la verdad, amigo, ¿nada importa ya?
Un día, uno de los chavales, un golfillo
más avispado que los otros, con pinta de jefe de la banda, no sabía muy bien si
moreno de piel o de mugre, con rozaduras en los tobillos y los codos, se
atrevió a acercarse a él, y, tímidamente a preguntarle si lo que se contaba de
él era cierto o no.
Sonriendo, le dio una respuesta irónica,
que dejó desconcertado al crio. Le dijo "Chico, lo que dice la wikipedia
de mi no es del todo exacto".
Nunca más nadie se acercó.
Éramos
hombres sencillos a su lado cuando nació
Era
tan simple entonces como la libertad para caer
Camino a casa, compró un plato preparado.
Esa noche, no le apetecía cocinar. Puso de fondo un vinilo de Johnny Cash en el
giradiscos, calentó el plato y se sirvió una copa de vino. Desde que ella murió, pocas veces había roto
la rutina: de no cocinar nunca, a hacerlo siempre, y para un comensal tan
exigente como él mismo. Sin embargo, había días en que, quizá un exceso de
público en el parque, le dejaba agotado psicológicamente.
Acabada la cena, puso el servicio usado
en el lavaplatos, y se sentó. Sin saber porqué, encendió la televisión.
Caramba, se dijo, estoy batiendo records.
Por lo menos hace dos meses que no veo la tele.
Decidió que era un día tan bueno como
otro para dormirse delante de la pantalla catódica.
Y
éramos más pequeños que ahora, pero nos unimos como una tormenta.
Ellos
no entienden en absoluto lo que significa el trueno.
La locutora hablaba de un invento
desarrollado en la universidad de Utah, con la misma familiaridad que
describiría los manteles que su vecina tendía en la galería. Lo de siempre.
Accidentes de tráfico, políticos mintiendo, la economía hundiéndose, la casa
real, soldados en el oriente medio...
En ese momento, la locutora se puso
seria. Dio la noticia de una supuesta víctima de violencia de género. Una mujer
que había aparecido con un disparo en la cabeza. Buscaban a su exmarido.
Y entonces fue cuando de verdad supo que
esa, no era desde luego una noche más. Se dio cuenta de que sus fantasmas
familiares habían acudido a visitarle.
¿Fue
crucificado? ¿Estaba el representante de la ley?
¿Estás
satisfecho de que nunca vuelva a cabalgar?
Y recordó. Recordó cuando una tarde de
octubre, regresó a casa y encontró la puerta entornada. La abrió y descubrió a
un enjambre de policías que, educada pero firmemente, le invitaron a
acompañarle. Recordaba manchas de sangre en la pared. Y un zapato en el suelo.
Un zapato femenino. Un zapato de su mujer.
Cuando le dijeron que ella había sido
asesinada, ni se le pasó por la imaginación pensar que se había convertido en
sospechoso por el mero hecho de estar casado con ella. Afortunadamente, sus
compañeros de trabajo acudieron todos a testificar que él había estado con
ellos todo el día.
Pero en las horas en que estuvo sentado
en ese duro banco de madera, él creyó darse cuenta de que murió ese día. Y
pidió a Dios que ayudara a aquellos que se llevaría al infierno con él.
Algunos
dicen que se salió, que nunca murió del todo.
Si
esta historia es verdad, ¿qué te molesta, amigo?
La policía era curiosa. A veces muy
eficiente, y a veces parecía que el tonto del pueblo mandara al pelotón de los
torpes. Supo, por un primo suyo que era policía, que sabían quién era el
asesino, algo que no debía ser muy difícil pues de entre las manchas de sangre,
una resultó ser una huella de dos dedos suyos, algo que podrían haber
averiguado antes de dejarle pudrir unas horas en una habitación húmeda. Pero
también supo, con dolor, que daban por imposible localizarle.
Lo tuvo claro. Pidió una baja por
depresión, que le dieron inmediatamente, tras los duros acontecimientos, y se
dedicó a buscarle por sí mismo. Y lo encontró.
De todo aquello sacó dos grandes
lecciones: que sólo podía confiar en él mismo para cuidarse, y como limpiar sin
dejar rastro alguno las huellas de sangre.
¿Es
amargo estar con la espalda contra la pared?
¿Y
si fuéramos hombres mejores de lo somos?
Justicia. Simplemente justicia. Eso es lo
que había hecho. No creía que la policía le molestara por ello. Pero no contaba
con los amigos del asesino.
Y aquí intervino el azar, la imprudencia,
la mano del Ángel de la Guarda que cuida de los desgraciados, mala leche
acumulada o vayan ustedes a saber qué, porque lo cierto es que los tres tipos
que fueron a buscarle las costillas tuvieron que intentar aprender a volar
desde la altura de su quinto piso. Y claro, no tuvieron tiempo de perfeccionar
su técnica.
El juzgado declaró que el exceso de
medicación bien pudo provocar esa pequeña masacre. Le ingresaron quince días en
una clínica y luego, retornó a la que ya nunca volvería a ser su vida normal.
Si
viniera de nuevo hoy, ¿responderíamos a la llamada?
Di
la verdad, amigo, ¿nada importa ya?
Y mientras, los niños, cantaban sus
hazañas en la calle.
Etiquetas: Cuentos
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