Hablaba con muertos. Una tontería con poderes
- Me gusta con la leche fría
El ya sabía cómo tomaba el café Penélope. Se lo había dicho
su abuela.
Esto no parece nada extraordinario, pero sin embargo lo era.
Lo era, porque la abuela de Penélope llevaba cinco años muerta y él nunca la
había conocido. Y es que Blas hablaba con los muertos.
Esa es una facultad que no todos los seres humanos tienen,
pero no era Blas un caso único en la historia. Por lo que había averiguado, a
lo largo de los siglos habían existido unas veinte personas con su mismo poder.
De hecho había hablado con ellos. El último, Hernán, un médico español que
ejerció en Perú en el siglo XVIII. La inmensa mayoría había aprovechado su
ventaja para ganarse la vida, como magos, brujos, videntes, mediums o, como
Hernán, para apoyar sus conocimientos. Nada como rastrear a todos los
antepasados de un paciente para tener una idea clara de lo que su cuerpo lleva
dentro.
Blas no. Blas era un tipo normal, que sobrellevaba como una
carga el asunto, mientras levantaba a diario la persiana metálica de su
comercio en un barrio popular de Madrid.
Fue en la adolescencia cuando empezó a descubrir síntomas de
que él no era normal. Al principio, pensó que estaba loco, pero poco a poco,
sobre todo conforme fue hablando con sus antecesores en ese particularísimo don,
fue aprendiendo a convivir con él. Supo que tenía sus limitaciones, la mayor,
que no podía hablar con muertos a los que en vida hubiera conocido, y aprendió
a usarlo. Supo que podía concentrarse en un nombre para que acudiera a hablar
con él inmediatamente y, por otra parte, imprescindible para no volverse loco,
podía ignorarlos, no escucharlos ni ver a nadie si no lo deseaba.
De otra manera sería insufrible. En los primeros días,
cuando no sabía cómo controlarse, las calles parecían repletas de manifestantes.
Los muertos deambulaban por la calle, y muchos de ellos le decían cosas,
llegando casi a enloquecerle. Hasta que los, como él decía, apagó.
En el momento en que sus maestros, los antiguos poseedores
de su mismo poder, contactaron con él, su autocontrol aumentó. Aprendió mucho
de lo que le contaron; algunas cosas ya las había ido descubriendo él, como que podía hablar con ellos simplemente
pensando, de forma que quienes le rodeaban no se dieran cuenta y así no le
tomaran por loco; otras le sorprendieron, como el hecho de que nunca, bajo
ninguna circunstancia, podían mentirle. Estaban obligados a contestar todo lo
que él preguntaba y siempre con verdades.
Claro que para él, nunca había hecho un gran uso de esto.
Haciendo algún examen de la carrera si había invocado a varios catedráticos
muertos para que le ayudaran, cuando quería ligar con una chica, nada mejor que
hablar con sus abuelos o familiares muertos para que le dieran pistas de sus
gustos... pero nada más.
Blas era, en el fondo, un tipo honrado. Ni quería abusar. De
hecho en un par de meses, sólo había hablado con los abuelos de Penelope, esa
rubia macizorra que atendía en la tienda de telefonía que estaba al lado de la
suya y a la que esperaba siempre para asaltar en el café.
Claro que todo tiene siempre algún punto de inflexión. Y esa
mañana tranquila y soleada del frio mes de febrero fue cuando llegó.
Apenas se había sentado al lado de Penélope y dudaba sobre
si invitarle a unas torrijas, que según sus abuelos era su comida favorita, o
esperar un poco más para iniciar el ataque, la tele del bar dejó de vomitar el
sempiterno programa donde se dan regímenes y remedios contra el reuma para dar
paso a un notición. Paco, el dueño del bar subió la voz y todos asistieron
atónitos a la noticia del año. El locutor, con cara de circunstancia y seguro
que maldiciendo en su fuero interno que el enviado todavía no diera señal desde
el lugar de los hechos, desgranaba ante la cámara los acontecimientos.
Hacía escasos minutos que, simultáneamente, las estaciones
de Gran Vía, Goya, Diego de León, Colón y, lo más terrible, Sol, habían
implosionado. Nadie podía hacer ni un cálculo del número de muertos, ni de los
daños materiales. Cuando empezaron a aparecer imágenes, muchas de ellas desde
los teléfonos de los particulares los socavones
aún cubiertos de nubes de polvo parecían producto de un bombardeo. No,
de muchos bombardeos consecutivos. La destrucción era total. Incluso algunas
fincas se habían derrumbado en los alrededores. Las cargas explosivas debían
ser grandísimas.
Inmediatamente empezó el desfile de políticos por la pequeña
pantalla. El presidente del gobierno, el ministro del interior, el líder de la
oposición, representantes de sindicatos, presidentes de comunidades
autónomas... todos con un mensaje no por esperado menos repetido: condena
unánime de la violencia y deseo de localizar pronto a los responsables.
Pronto se señaló a los responsables: se trataba de una
presentación en sociedad de un grupo terrorista nuevo y desconocido para el
gran público. Se hacían llamar los Oscuros y aún no habían hecho ninguna
declaración de intenciones. Según el ministro de turno, tan pronto podrían ser
de extrema izquierda, de extrema derecha o yihaidistas. Todos los medios
de las fuerzas de seguridad del estado
estaban dedicados en cuerpo y alma a descubrir quiénes eran y, sobre todo,
donde estaban. Los representantes del arco parlamentario, en bloque, dieron su
apoyo al gobierno.
En los días siguientes ese apoyo se materializó en la
aprobación de unas cuantas leyes que a pie de calle parecían excesivas pero
que, si nadie en ningún partido o sindicato decía nada en contra, debía ser
algo positivo. Control de las comunicaciones, prohibición de movimientos
extremistas, incluida la divulgación de sus ideas, toque de queda en las
ciudades de más de cien mil habitantes, ampliación del alcance de los trabajos
policiales, numerosos registros (que conllevaron muchas detenciones)…
Pero parecía normal. Blas, aprovechando una mañana soleada
de domingo, quiso acercarse a ver el boquete de Sol, aún aislado con unas
provisionales vallas de obras públicas. Y una vez allí… se le ocurrió.
Empezó a hablar con los fallecidos aquel terrible día. Les
preguntaba a todos lo que habían podido ver, si alguien había visto a los
terroristas. Quizá descubriéndolos él pondría fin a todo, aunque sabía que se
condenaría al revelar su secreto al estado. Se convertiría en una marioneta de
los servicios secretos con suerte, cuando no, un animal de laboratorio. Pero
tenía que acabar con esta situación.
Se sentó en una terraza cercana a tomar una cerveza y fue
hablando uno por uno con la relación de muertos que salía precisamente ese día
en la prensa como homenaje. Llevaba unos setenta sin poder saber más que la
zona donde la mayor carga explotó, cuando alguien le dijo que vio a un tipo
hurgando en una caja de metal, justo donde esa carga estaba. Tenía que ser uno
de los terroristas.
Ese día no obtuvo más pistas. Pero él no necesitaba ir al
lugar de los hechos o buscar a los testigos. Le bastaba con invocarlos y
acudirían a su casa. Se marcó un plan de trabajo. Eran muchos los que hacían
cola para responderle. Al quinto día, por fin, avanzó. Esa mañana vio en las
noticias que homenajeaban a un par de policías muertos en los atentados, supuestamente mientras estaban de servicio
buscando a un ladrón. Se dijo que su visión profesional quizá hubiera captado
alguna pista que al resto se le hubiera escapado. Decidió saltarse la lista de
nombres y preguntarles a ellos en primer lugar.
Y lo hizo. Y se llevó la sorpresa de su vida. Cuando le
preguntó a Ignacio Cutillas, subinspector, si sabía algo sobre quien puso la
bomba, el muerto, en su obligación de no mentir, le contestó que él mismo las
había puesto.
o O o
Blas necesitó levantarse para arrearse un copazo de coñac.
Eso que acababa de oír era imposible ¿Infiltrados en la policía? ¡eso lo
pondría todo mucho más difícil!
Desgraciadamente, conforme fue averiguando más cosas,
descubrió que no se trataba de una infiltración. Las órdenes venían de arriba.
Necesitaba saber más. Desde hacía años había tomado la
costumbre de recortar las listas de muertos diarios que aparecen en los
periódicos, y las esquelas. Buscó todos aquellos nombres de fallecidos en los
últimos meses donde se hiciera referencia a su trabajo en la policía, ejército
o algún ministerio. 58 desde principio de año. Empezaría ahora mismo.
Fue invocándolos. Solo dos sabían algo, cosas incompletas,
pero que junto con lo que los dos policías muertos le contaban, daba para
empezar el puzzle. Se encontraba con un golpe de estado encubierto. Los
partidos, temiendo que diera un bandazo la situación por la incomodidad del
pueblo, habían pactado perpetuarse. Un golpe blando, con una situación parecida
a la que en México tenía el PRI, pero donde todos fueran el PRI.
La duda que tenía era obvia: y él ¿qué podía hacer? Era muy
tarde para pensar. Se acostaría y ya pensaría en algo.
o O o
Dio con ello. Se trataba de algo en realidad simple, de una
sucesión de preguntas.
¿Quiénes eran los responsables de todo esto? Los políticos
¿Cómo hacer que los políticos dieran marcha atrás? Solo se
le ocurrió un sistema. Expeditivo, pero eficaz: eliminándolos.
¿Cómo se puede eliminar a los políticos? Evitando su sistema
de seguridad.
¿Cómo se pueden evitar los sistemas de seguridad? Conociendo
sus puntos débiles.
Y él no los conocía, en absoluto. Pero tenía a su
disposición los conocimientos de los mayores expertos de todos los tiempos,
incluso de algunos que habían construido precisamente esos sistemas de
seguridad.
Hizo funcionar sus poderes como nunca. Encontró muchísimo
dinero, enterrado por gente que pensaba recuperarlo en vida pero que no llegó.
Con ese dinero compró una gran parcela en las afueras. Allí fue escondiendo
explosivos que estaban en lugares mal o nada custodiados, asesorado por sus
anteriores responsables.
En principio, pensaba reclutar a gente usando sus poderes,
convenciéndoles de que era un enviado o algo así, a fuerza de contarles cosas
de su pasado gracias a sus familiares muertos. Pero lo juzgó muy peligroso. No
podía contar con nadie. Tenía que dar un solo golpe, de una tacada. Necesitaba
mucha suerte. Y la tuvo.
La tuvo porque uno de sus entrevistados fue un arquitecto,
Sanchidrián, que estuvo a las órdenes de Suarez y de González, y éste, para
sorpresa suya, respondió afirmativamente a la pregunta: ¿se puede volar por los
aires el Congreso de los Diputados sin riesgo para el atacante?
Sanchidrián le contó que, tras el 23-F, para prevenir, se
creó una salida secreta, que comunicaba con el alcantarillado. Aprovechando
unas reformas, desde un servicio se
abría una compuerta que comunicaba con una pequeña sala, que daba capacidad
para unas 50 personas, y ésta daba a la red de alcantarillado, pasando dos
kilómetros por bajo el tráfico de la ciudad. Esa salita y el túnel era sólo
conocida por los presidentes de gobierno, el jefe de seguridad del hemiciclo y
pocas personas más. Luego, cuando Zapatero gobernaba, aprovechando otras
reformas, viendo que otro golpe era improbable y que quedaría patético ver
salir como ratas a los políticos de las alcantarillas, ordenó sellarlo. A
Sanchidrián no le constaba como se hizo. Pero daba igual. Poco le costó
encontrar a uno de los obreros que lo habían cerrado, muerto por pulmonía un
par de años atrás. Le habló de una compuerta metálica sobre la que simplemente
pusieron baldosas encima.
Le ayudó a dibujar un plano exacto del túnel. En una de sus
curvas pasaba a medio metro de un local que estaba a la venta, a poco de la
salida que comunicaba con el alcantarillado.
Compró el local. Pidió licencia de obras y cuando el suelo
estaba levantado, ordenando a los obreros que buscaran humedades, pretextó
quedarse de momento sin presupuesto, para dejar aquello supuestamente
paralizado.
Les dijo a los vecinos que él mismo iría poco a poco acabando.
Así que nadie se extrañó de oír máquinas trabajando, con la puerta cerrada, ni
de ver entrar material de construcción. Claro que si supieran que esos palés en
realidad estaban llenos de explosivos, quizá su intranquilidad hubiera subido.
En pocos días comunicó con el túnel. Lo exploró y vio que la
salita estaba intacta. La puerta le daba igual, no pensaba abrirla. Le costó
poco atiborrar la salita de explosivos. Con ayuda de sus amigos muertos,
construyó un dispositivo para explotar de forma inalámbrica, que comprobó
funcionaba desde la acera de enfrente de la Carrera de San Jerónimo. Bingo.
o O o
Las noticias hablaban de un cambio en la ley electoral. Cada
vez olía peor. La gente no protestaba porque, no solo estaba prohibido, sino
que la policía tenía poco aguante par con los inconformistas. El próximo martes
sería el día en que todo cambiaría. Para siempre.
Etiquetas: Cuentos
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