El odio del fascista
El odio del fascista
Jaime era un ciudadano ejemplar. No le gustaban muchas
leyes, pero las respetaba. Sus jefes muchas veces le sacaban de sus casillas,
pero tragaba quina y devolvía siempre una gran sonrisa.
Sus vecinos, sus amigos, su familia lo tenían en alta
estima. Algunos de ellos, pocos fuera de unos pocos viejos conocidos que iban
quedando (la parca hizo un trabajo intensivo durante algún año) y su propia
mujer, alguna vez, dependiendo de lo pesados que se pusieran los presentadores
de telediarios con determinadas noticias, veían pasar como una película en
blanco y negro por los ojos de su memoria a aquel otro Jaime.
Ese otro Jaime había desaparecido. Eso creían todos, incluido
el propio Jaime, metido en su día a día. A veces, relecturas de viejos libros que
nunca llegaban a acumular una capa de polvo le hacían recriminarse su
aburguesamiento, pero siempre que una crisis de ese estilo se le presentaba,
algún problema que necesitaba solución inmediata de uno de sus hijos, de su
mujer o de sus padres le sacaban del ensimismamiento.
Sus padres. Cuando pensaba en los malos ratos que pasaron
por él, y los veía ahora tan viejos y desvalidos, se imponía como penitencia
por sus posibles pecados pasados el hacerles lo más dulce que pudiera su vejez.
La de veces que su padre tuvo que buscarle en comisarías de policía o
presentarse ante la Guardia Civil, que le tenía como huésped temporal por una
de aquellas muchas algaradas, de las que su madre sufrida y callada terminaba curando su lomo en
grana y oro con algún emplasto casero.
Pero eso había pasado. Jaime seguía manteniendo su cara de
palo, inmutable, indescifrable. Cuando algo le emocionaba o le irritaba nadie
más que él parecía enterarse. Con los años, sí que afloraron otros seguimientos.
Su mujer le decía que cada vez se estaba haciendo más humano, que cuando algo
le llegaba al corazón sus ojos se humedecían, y que a veces no podía evitar la
aparición de una sonrisa en un rictus apenas dibujado, pero Jaime sabía que no
es que se estuviera haciendo más humano, sino más viejo.
Cuando murió Fermín, no haría dos años, el mismo notó que
algo se le había torcido por dentro. Fue una sorpresa para todos, Fermín era un
tipo deportista, sano, siempre el triunfador en todos los campeonatos que los
empleados de la empresa de seguridad donde trabajaba hace años celebraban.
Cuando su mujer le llamó al trabajo para decirle que el hijo de Fermín acababa
de llamar a casa para dar noticia de lo sucedido, Jaime notó al colgar que una casi imperceptible lágrima le resbalaba hasta dejar una huella
en el informe que estaba revisando.
En el tanatorio se vio con muchos de los que la vida le
había separado hacía ya lustros. Recordaron años pasados, aventuras de juventud y terminaron
cantando a voz en grito, en honor de Fermín, el “Yo tenía un camarada”.
Desde entonces, en sus noches de silencio e insomnio venía Fermín
a visitarle. El Fermín joven, el Fermín que montaba tenderetes para vender
llaveros y libros, el Fermín que nunca se arrugaba, el Fermín que le regaló su
primer ejemplar del “Eugenio”, el Fermín que era un lujo tener al lado cuando
la cosa se ponía fea.
Aun así, poco más había cambiado. En apariencia nada
despertaba su interés, ninguna noticia por truculenta que fuera llamaba su atención.
Su mujer, educada con las monjitas, decía más tacos que él mientras veían los
telediarios. Jaime era incapaz de odiar, hacía buena la Oración de Sánchez Mazas:
Víctimas del odio, los
nuestros no cayeron por odio, sino por amor, y el último secreto de sus
corazones era la alegría con que fueron a dar sus vidas por la Patria.
Quizá, a veces lo pensaba, eso le venía heredado de alguna
manera de su madre, quien de pequeño le enseñó a rezar y le hizo acompasar su
vida a frases clásicas de la tradición católica española. Siempre la recordaba diciéndole,
repitiendo en cualquier circunstancia propicia la frase de San Ignacio, «Actúa como si todo dependiera
de ti, sabiendo que en realidad todo depende de Dios».
En su fuero interno sabía que esa era la brida de acero que
le mantenía quieto en sus zapatos.
Por eso, cuando su madre fue ingresada en una UCI a la que nadie podía siquiera asomarse, cuando no se le daba más información que la fatal y definitiva, cuando le dijeron que ni tan siquiera sabían dónde estaba su cadáver, Jaime por fin escuchó lo que Fermín y sus camaradas muertos le estaban gritando desde sus luceros. Jaime acababa de despertar a la bestia que dormía dentro de él. Jaime había descubierto el odio del fascista.
Por eso, cuando su madre fue ingresada en una UCI a la que nadie podía siquiera asomarse, cuando no se le daba más información que la fatal y definitiva, cuando le dijeron que ni tan siquiera sabían dónde estaba su cadáver, Jaime por fin escuchó lo que Fermín y sus camaradas muertos le estaban gritando desde sus luceros. Jaime acababa de despertar a la bestia que dormía dentro de él. Jaime había descubierto el odio del fascista.
(CONTINUARÁ)
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