Sucedió en septiembre
Sucedió en septiembre
Vicente
tomó la mano de Maria Luisa y apretó fuerte, muy fuerte. Tanto que en un
momento dado, aflojó la presión por temor a lastimarla. En ese momento, fue
Maria Luisa la que apretó.
El
doctor de urgencias lo dejó muy claro. La salud de María Luisa no corría riesgo
alguno pero el bebé, esa niña que tanto deseaban, se había perdido.
Hay una cruz encima de la cuna,
Un salvador de sus sueños.
Pero ella no llegó entonces,
Y el bebé me transformó.
Vicente
no podía evitar sentirse culpable. Más culpable incluso que el maldito policía
que le pegó la patada en la tripa a María Luisa. Se recriminaba el no haberlo
evitado, el no haber parado esa bota, aunque fuera con sus dientes. El no
impedir que ella le acompañara, estando embarazada. Pensaba que la había metido
en una lucha donde sólo podía perder.
Como
si ella leyese sus pensamientos (¡acaso así era!), simplemente miró a sus ojos
y le dijo:
-
Cariño, nadie me ha obligado a ir.
Ella,
así misma, se decía que estaba ahí defendiendo algo justo. Defendiendo el
futuro de su hija que ya no vendrá, pero también el de otros muchos españolitos
que están por venir.
Hay una luz dentro de la
habitación a oscuras,
Sonidos de pasos en la escalera.
Una puerta que siempre está
cerrada,
Para guardar esos recuerdos.
Camino
a casa, en el taxi no se escuchaba más que la monótona voz del locutor
vomitando las noticias. Diez detenidos. El ministro dando una rueda de prensa,
donde informaba de la vuelta a la calma.
El jefe de policía hablando sobre la necesidad de repeler duramente los fascistas y sus agresiones.
El jefe de policía hablando sobre la necesidad de repeler duramente los fascistas y sus agresiones.
Fascistas. Casi sería gracioso. El adjetivo vale hoy para describir desde a un
batasuno a un chaval de quince años que descarga música sin pagar los derechos
por Internet. Pero no tenía ninguna gracia. Ahora, hablaban de ellos. Ellos,
que habían agredido el pie de un policía con la tripa preñada de Maria Luisa.
La
mirada de Vicente se nubló y María Luisa se dio cuenta. Apoyó su cabeza en su
hombro. Simplemente, le susurró
-
¿Recuerdas?. Nos conocimos un mes de septiembre
Por eso, cuando las sombras nos
alcancen,
En una tarde de sol
Se acabará el verano, y entonces
te dejaré entrar
Cuando llegue Septiembre.
Vicente
lo recordó. Estaba en una librería, buscando la reedición de un libro como el
náufrago atisba el horizonte, con pasión y ansia.
Y
escuchó su voz. Una voz femenina, dulce, suave como el terciopelo y cálida como
una caricia, pidiendo justo ese libro.
¡Demonios!,
pensó, ¿Alguien más en esta ciudad está interesado en un libro que apareció
hace sesenta años, y que ha sido castigado desde entonces al silencio?
No
pudo evitar cambiar un par de palabras con ella. Y tomar un café. Y hablar. Y
darse cuenta de que eran el uno para el otro. Y que se conocían ambos aun antes
de nacer. Y casarse.
Pienso arrastrarme fuera de estas
paredes,
Cerrar los ojos y verte.
Y caer en el corazón y los
brazos,
De los que me esperan.
El
taxi llegó a su casa. Allí les esperaban sus camaradas. En silencio. Sin saber qué
hacer. Sin saber que decir. Cuando la mejor opción es callar o llorar, simplemente
se sucedían los abrazos.
Nadie
hablaba de lo sucedido. Todos lo sabían ya. Solo estaban. Nada más que eso.
Todos eso. Y todos sabían que allí seguirían siempre. Siempre, a veces, es poco
tiempo.
No puedo mover una montaña ahora;
No puedo correr.
No puedo ser quien era entonces:
En cierto modo, nunca lo fui.
En
un aparte, alguien le sugirió tomar medidas legales de forma inmediata. Otros,
más lanzados, y ya abierta la caja de los truenos, proponían medidas más
directas. Vicente, sin necesidad de hablar, les hizo callar. Ya habría tiempo
para eso. Otros momentos serían mejores.
Se
dio cuenta de que Maria Luisa había salido a la terraza. Y supo el porqué. Allí
estaba, junto a esos azulejos que representaban a la Virgen, colocando un cirio
por esa niña que no pudo ser. Por su hija. Se arrodilló a su lado.
Miro
las nubes navegar;
Miro
el reloj y el sol.
Me
veo a mí mismo, dependiendo de
Cuando
llegue Septiembre.
Desde
dentro, al ver el precioso cuadro de dolor al que estaban asistiendo, con el
corazón encogido, y procurando que ese silencio que les resquebrajaba el alma
no se rompiera, fueron saliendo. En la puerta quedaban las banderas, banderas
de guerra, hoy alguna más negra que ayer por el luto.
Vicente
sabía que se irían a hablar de lo sucedido. Que procurarían que él no se
enterase de qué iban a hacer. Lo que le produjo una sensación agridulce.
Agradecía no saberlo, y al tiempo, lo que el cuerpo le pedía era tomar él mismo
cartas en el asunto. Pero su sitio... su sitio ahora estaba con ella.
- ¿Sabes?.
Dentro de poco será septiembre de nuevo.
-
¿Sabes?. Te quiero. Te he querido siempre, y siempre te querré.
Y
se miraron, y repasaron una lección que ya sabían. Supieron, una vez más, que
aunque todo se derrumbase, su edificio era firme. Justos hasta la eternidad.
Hasta que la muerte los reclamase, hasta que la muerte les llevase.
Y
más allá. Hasta los luceros, donde juntos dejarían colgar sus piernas hechas de
nube, mientras hacían una guardia eterna de amor.
Por eso, cuando las sombras nos
alcanzan,
Y queman las nubes.
Ellas me hacen volar, como un
ángel,
A un lugar donde puedo descansar.
Cuando esto empiece, lo haré
saber,
Cuando llegue Septiembre.
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