El país de los espejos
El país de los
espejos
Cuento de ciencia
ficción inspirado en una idea de mi hijo Luis.
Muchos de ustedes no conocerán Estrobia. Es un país tan
pequeño, que casi no debería aparecer en el mapa. Y dadas las características
de su presidente, las grandes potencias han hecho todo lo posible para ocultar
su existencia a la humanidad. Lo que por otra parte, es del agrado de los
estrobianos.
Fermín Sponsky, el viejo Doctor Fermín, como a su pueblo le
gusta llamarle, es su presidente vitalicio. Presidente desde 1945. Fermín sabe
que sus días se acaban y que, si Dios no lo remedia, poco después de su muerte
su pueblo será engullido por algún estado fronterizo.
Pero conviene que hagamos un poco de historia. De la
historia buena, la que no viene en los manuales, la que no registran los
libros: la que ocurrió de verdad y molesta a los poderosos. Lo que provoca que
usted desconozca el pueblo de Estrobia, que la gente de la calle ignore su
existencia, pero que sin embargo preocupe a toda la clase dirigente.
Viajemos al pasado. A la segunda guerra mundial. Y
encontrémonos allí con un joven Fermín. Durante el conflicto, dado lo escarpado
del terreno, el pequeño Condado de Estrobia se había mantenido al margen.
Estrobia no tenía materias primas de interés, no ocupaba un enclave
estratégico, su economía era eminentemente agrícola... nada, absolutamente nada
le interesaba ni al eje ni a los aliados. Se cortaron, si, las importaciones y
las exportaciones, si a tanto queremos elevar las entradas y salidas de mercancías
y productos del campo que los carros de bueyes hacían llegar, tras un trabajoso
viaje a través de las montañas.
Estrobia era un condado, si, pero sin conde. El último Conde
de Estrobia había muerto sin descendencia en 1925, en un accidente de
automóvil. El Hispano Suiza que Alfonso XIII le regaló se estampó en Niza.
Desde entonces, un consejo rector, del que formaba parte el padre de Fermín, como
boticario del condado (los otros miembros eran el jefe de policía, el médico,
el maestro y el párroco) gobernaba a las casi mil almas que estaban encajadas
en ese extraño valle de los Balcanes.
La guerra iba desarrollándose sin molestar apenas a los
estrobianos. Veían algún avión sobrevolarles, pero poco más. Hasta aquel día.
El día del espejo.
Aun no quería despertar la primavera de 1945. Las noticias,
que escuchaban desde la radio del jefe de policía, dejaban claro que el eje se
desmoronaba. El triunfo de los aliados se daba por seguro. Hacía tiempo que ni
esos aviones que como única muestra bélica firmaban el cielo de sus casas
aparecían ya. Los miembros del consejo esperaban que pronto pasara todo y
rogaban por permanecer tan indemnes como durante toda la guerra. Hasta que se
abrió la puerta, y entró Fermín con unos desconocidos.
- Padre, tiene que escuchar a esta gente.
Los recién llegados vestían andrajosos uniformes feldgrau.
Con rasguños y el hambre marcada en sus caras, esperaban de forma respetuosa en
la puerta.
Y contaron su historia. Eran soldados del ejército alemán,
cuyos jefes se habían rendido y que se negaban a entregarse a los rusos.
Contaron las atrocidades que les vieron hacer. Las violaciones hasta de niñas y
ancianas. El saqueo, el robo a todos los niveles. La tierra quemada.
Mientras Fermín les preparaba un macuto con comida, tal y
como les había prometido si le contaba a su padre y sus amigos lo que a él le
contaron antes, cuando bebiendo unos vasos de leche recién ordeñada que les
ofreció Fermín le describieron el infierno, el consejo debatió sus opciones,
que eran pocas o ninguna. Y Fermín pensaba, pensaba. Y rezaba. ¡Nada podía hacer
él! Un chaval enclenque. Casi un niño.
Despidió a los solados, indicándoles un paso de montaña que
les ahorraba miradas indiscretas, y se fue a su habitación. Y entonces ocurrió.
Nunca supo si fue un milagro o si era un don que siempre
tuvo con él, como en esos tebeos que de los Estados Unidos de América le mandaba
al maestro antes de la guerra su hermano, emigrante en Nueva York, para los
chicos del pueblo, pero podía hacer cosas extraordinarias.
Mirándose a sí mismo en el espejo, descubrió que no estaba
solo, se veía a un señor. Pero cuando se giró, la habitación no mostraba a
nadie. Volvió a mirar el espejo y allí estaba. Acercó la mano y, con un susto
increíble, se dio cuenta de que podía tocarlo. Le cogió la mano y empujó hacia
sí. Lo sacó del espejo. Le preguntó que quien era, de donde venía... y no tardó
en darse cuenta de que era su propio abuelo, o mejor dicho, una imagen de cómo
había sido su abuelo en 1895.
Tras la conmoción de los primeros momentos, Fermín fue
experimentando. Y descubrió pronto el alcance de su poder. Era capaz de sacar a
personas que se hubieran reflejado en los espejos, con tan solo pensar en
ellos, de forma consciente o inconsciente. Harían todo lo que les pidiera,
aunque su imagen especular solo viviría esa vida falsa veinticuatro horas.
Después se desvanecerían. Podía sacar cuantas copias quisiera de la misma
persona, de una en una o muchas a la vez, y ninguna guardaba recuerdo de que
había pasado con la anterior. Podía sacar personas que ya hubieran fallecido, o
personas vivas, excepto él mismo. Y si una de ellas moría antes de que pasaran
las veinticuatro horas no pasaba absolutamente nada. Su cuerpo se desvanecía,
sin más. Lo más importante de todo: los reflejos le obedecían ciegamente,
ordenara lo que ordenara, excepto lastimarle a él mismo.
La solución era obvia. Durante una semana fue practicando a
solas, sin decir nada ni siquiera a su padre. Y cuando pasó el tiempo, ya con
los rusos subiendo por la montaña, como los vigilantes que el consejo había apostado
advirtieron, Fermín llamó a su padre y le contó su plan. Le costó poco asumir
que su hijo no estaba loco. Fermín sacó tres copias de su padre, una tal y como
era en ese momento, otra tal y como fue a los 40 años y otra de niño. Ese
espejo había estado en la familia desde siempre. Su padre, sin tiempo para la
reacción, le dio el visto bueno. Fermín sacó de cuantos espejos encontró en el
pueblo a muchos, muchos hombres. Los más fornidos habitantes del pueblo, desde
que en el pueblo hubo espejos, multiplicados por veinte, por cien. En dos horas
ya había preparado un ejército de dos mil personas. No tenían armas, pero daba
igual. Conforme pudieran ir matando rusos, tomarían sus armas.
Así se libró Estrobia.
Durante los primeros meses de posguerra, la confusión le
permitió hacer un buen acopio no solo de armas, sino de artefactos bélicos. Sus
reflejos enviados a lo largo del mundo (del mundo que podían alcanzar en veinticuatro
horas, claro) hicieron llegar a determinados e importantes sabios invitaciones
para residir en Estrobia. Y algunos aceptaron. Aceptaron aquellos que escapaban
del hundimiento alemán, y aquellos que lo hacían del infierno ruso. Y con esos
cerebros y la ayuda de los espejos, Estrobia se convirtió en algo inexpugnable.
En los años 60 un pacto secreto entre la URSS y EE.UU. quiso
acabar con Estrobia de forma discreta. Fue una suerte que en ese momento el
desarrollo de la televisión potenció el poder de Fermín: podía sacar personas
de cualquier aparato de televisión del mundo, con tal de que él estuviera
viendo el mismo canal. Y sus sabios le ayudaron a adelantarse décadas a la
televisión por satélite. Enterado de lo que le venía encima, aquellos líderes
que quisieron acabar con Fermín fueron ejecutados por los más sorprendentes
personajes: vaqueros, gangsters o mascotas de programas infantiles. Fermín se
hizo inexpugnable, y con él, Estrobia.
Pero ahora, con un Fermín decrépito, a punto de marchar en
la barca de Caronte, temía por Estrobia. Así que tomó una decisión: la única
manera de que el mundo no dominara Estrobia... era que Estrobia dominara el
mundo.
Muchos de ustedes no conocerán Estrobia. Pero pronto, lo
sabrán todo de ella.
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