El Cascarrabias

En la vida civil no digo tacos, soy muy amable, mantengo la ética y el estilo hasta límites rayanos con la estupidez. Es el momento en que necesito desfogarme. Así, nace el gran cascarrabias. El gran cascarrabias o de como la vida moderna nos hace decir tonterias. Estas son las mias, dichas para mi mismo. Si te gustan, de acuerdo. Si no, pues tambien. Y si me insultas, tu más. Hago mia la frase de W.C. Fields: "Dicen que soy xenófobo. Se equivocan: odio por igual a todo el mundo"

sábado, 16 de noviembre de 2013

El mañana nos pertenece



El mañana nos pertenece



Miguel era un tipo de lo más corriente. Casado, con tres hijos, una hipoteca, un coche viejo y un trabajo que cada vez le ocupaba más tiempo y le daba menos dinero. Miguel amaba la vida, quería a sus hijos con locura y seguía enamorado de su mujer como el primer día en que, al cruzarse con ella en la tienda de barrio donde ambos hacían recados para sus madres, Cupido en persona atravesó sus corazones en la más perfecta representación de flechazo.

Si unos años atrás le hubieran preguntado por su ideología, Miguel hubiera tenido que pensar bastante al respecto. Unas elecciones votaba a unos, y otra a otros, casi siguiendo el impulso de la moda, de lo que veía en los medios de comunicación, o de lo que escuchaba a sus compañeros en el bar cuando almorzaban a media mañana.

Quizá esa despreocupación por los que el llamaba siempre "los de arriba" venía de cuando sus padres, que habían vivido como niños la posguerra, le repetían una y otra vez que no se metiera en líos. Que él, se dedicara a trabajar y a su familia, y que lo demás solo podía traerle problemas. Como buen hijo, Miguel había aceptado las palabras de su padres sin chistar, y sin poner en duda nada de lo que le decían.

Pero ésta crisis, ésta puñetera crisis, estaba pudiendo con él. Poco a poco. Su vida al principio había ido cambiando tan gradualmente que tardó en darse cuenta de que había caído varios peldaños. Primero le rebajaron el sueldo, pero como no era mucho, se consoló pensando que había gente que no tenía ni trabajo. Luego, su mujer pasó a esa categoría. Pero como de siempre había querido dedicarse a los niños, no lo vió como algo muy doloroso. Eso le vendría bien a todos, en especial a Claudia, su pequeña Claudia, que vive desde hace doce años en un mundo distinto, y que, a pesar de que todos dicen que no sirve para nada, el cree que sus ojos casi bovinos destellan alegría cuando acaricia su pelo y le cuenta largas historias todas las noches, levantándola de su cama adaptada y tomándola ente sus brazos mientras limpia los hilos de baba que caen por la comisura de sus labios.

La hipoteca se fue haciendo más difícil de pagar, y los gastos que antes pasaban desapercibidos, como los libros de los niños o el mero hecho de comprar carne de primera, empezaban a doler.

Pero la sombra no vino hasta que el mazazo llegó certificado, en forma de carta donde les indicaban que no sólo retiraban las ayudas (pocas, si) que recibía Claudia, sino que tendrían que afrontar ellos el continuo y nada barato tratamiento.

Ese día, a pesar de que marzo daba lustre al sol, que parecía cegar a la vida misma, la noche se derrumbó sobre su hogar.

Escucha el arroyo que brota de las alturas y humilde hacia el valle va; mira el torrente plateado que avanza sereno y seguro.
Observa el primer fulgor del alba que anuncia la llama del sol: lo que nace puro se hará grande y derrotará a la oscuridad.


Luchar. Es lo único que se podía hacer. Luchar por la vida. Por mantener lo poco que tenían, si es que tenían algo, porque en realidad, quitando cuatro cachivaches, aparatos eléctricos, libros, juguetes de los niños y tonterías similares, todo era de los bancos. Sí, hace poco que se dio cuenta de que eran poco más que esclavos.

Las largas horas de insomnio que siguieron a la noticia, y a otras de corte similar que fueron llegando con una desoladora frecuencia, como esa gota que lenta pero despiadadamente va horadando la montaña, le hacían dar vueltas y vueltas en la cama. Y pensar.

Salió, él solo, sin leer tratados políticos, sin escuchar discursos, sin más ayuda que su pobre experiencia personal, de su apoliticismo. Pero lo cierto es que aún no sabía lo que él era.

Sí, era un esclavo que no se atrevía a rebelarse por no perder lo que no tenía. En el siglo XIX, el de las grandes revoluciones, la gente estaba dispuesta a jugarse lo único que tenía, la vida, porque sólo tenía por perder sus cadenas. Y él, no sabía cómo la gente no se estaba dando cuenta de eso. Cómo los contenedores y los coches no estaban en llamas en la calle, como no era una revuelta continua todo. Estaban en el fondo de un callejón oscuro, que es donde nacen las revoluciones.

Pero... claro. Sus hijos. Su mujer. No podía ponerlos a ellos en riesgo. Y aunque así fuera ¿cómo luchar contra el sistema? ¿con un tirachinas? ¿con enfadados comentarios en facebook o twitter?. No. El sistema los tenía a todos atados y bien atados. Incluso a aquellos que decían luchar contra él, y que, si no cobraban directamente del estado por permitir esa válvula de escape de esa gigantesca olla a presión en que se había convertido la sociedad, era porque no eran más que tontos útiles. Gente que creía que en parte del problema, estaría la solución.

Miguel, no era tonto. Ni tampoco era un cobarde, eso le venía de familia. Sus dos abuelos habían combatido en la guerra civil. El padre de su madre, fue un anarquista convencido. De los que no quisieron quedarse en retaguardia. De los que querían combatir al a reacción en el frente. De los que recibieron un balazo en los pulmones y quedaron tirados, olvidados por todos y por la historia, en la cuneta de la guerra. Su hija, huérfana, fue a un orfelinato regentado por las madres mercedarias. Y a ese orfelinato llegó el padre de su padre, Miguel como él, un carlistón que había combatido con esa bravura que sólo se encontraba en los requetés recién comulgados, y que demostraba en su vida tras la guerra una bonhomía a prueba de todas las bombas que le tiraron. El abuelo Miguel se encariñó de la niña y se la llevó a casa de su hermana, quien la adoptó. Nadie imaginaba que a la vez de sobrina estaba escogiendo a una hija.

Esa bravura la había demostrado alguna vez en su vida, como cuando les quisieron atracar y terminó desarmando e inmovilizando a los delincuentes. O como un tipo quiso atizarle en una discusión de tráfico y terminó buscando sus dientes en el asfalto.

Pero era un bravo domesticado. Domesticado por la doble rienda de su familia y de la imposibilidad de hacer nada sólo y sin medios.

No somos la máscara que llevamos puesta pero ¿acaso no acabamos siéndola?

Mientras que las tinieblas huyen de los rayos del sol, Dios da alegría y calor; la esperanza no morirá en el corazón.
El mañana pertenece...
El mañana pertenece...
¡El mañana nos pertenece a nosotros!
Escucha mi canción que sube al cielo, hacia la inmensidad; une tu grito de libertad; comienza, hombre, a luchar.

La situación se degradaba más, día a día. La sanidad pública desapareciendo, la educación que recibían sus hijos degradada y mancillada, los impuestos que cada vez servían para menos, eran cada vez más... y la inseguridad ciudadana crecía y crecía.

Salir a la calle era cada vez más peligroso. Sus hijas nunca la habían pisado para jugar, pero ahora, hasta les daba miedo salir de noche. Los robos se multiplicaban. A un par de vecinos les habían dado una paliza para robarles lo poco que tenían y la policía, esa que se suponía se pagaba con los cada vez más elevados impuestos, no aparecía jamás. Los coches patrulla sólo se veían en torno a partidos políticos o las lujosas casas de los ricos.

Los de arriba, contra los de abajo. Eran dos sociedades distintas. Estaba solos. Solos ante el caos. Solos y desarmados.

Y una noche, ocurrió.

Todos, menos él, dormían en la casa. Su insomnio le había hecho levantarse para dar un vistazo a Claudia, para velar su sueño. Eso le relajaba, sabía que se quedaría dormido a su lado como un bebé.

Pero cuando estaba en medio del pasillo, escuchó unos ruidos muy raros. Alguien intentaba abrir la puerta. Sin pensárselo dos veces, se colocó entre el perchero de aluminio y el hueco que quedaba tras la puerta. Ésta se abrió poco a poco, y, a pesar de la penumbra, pudo ver como entraban dos tipos que hablaban en susurros. No pudo entender nada de lo que dijeron, pero dedujo que eran rumanos.

Con toda la fuerza que tuvo y la rabia contendida durante meses, ensartó a uno de ellos con el perchero. Su punta afilada atravesó de parte a parte al ladrón, dejando un río de sangre en el suelo de la entrada y un grito de dolor infinito en el aire. Al otro, que miraba entre el espanto y la perplejidad a su compañero, sin saber aún por donde venían las tortas, le costó unos segundos reaccionar. Se quedó atónito frente a su compañero, de quien parecía que sus órganos internos habían dejado de ser internos. El tiempo suficiente para que Miguel se arrojara sobre él, aferrándole el cuello. La pistola del atracador chocó con su cabeza, pero miguel, sintiendo como la sangre se deslizaba desde su ceja, clavó las rodillas en el suelo mientras escuchaba un crujido penetrante, como cuando una rama de pino se quiebra por su propio peso. El ruido del arma del rumano al caer hizo de eco.

Dejó caer al suelo al asaltante. Miró hacia arriba y vio la cara espantada de su mujer y de sus dos hijos mayores. La sangre seguía deslizandose desde su ceja. Sus rodillas estaban clavadas en el suelo. Pero no pensaba dejarlas ahí. Mientras tuviera un hálito de vida, intentaría ponerse en pie. Ir hacia adelante. A la carga. Hasta la muerte.

Sabremos desenmascarar a quien maquina desde las sombras; si marchamos juntos
venceremos a la usura y al puño.

Era el momento. El punto de no retorno, donde hay que tomar grandes decisiones. Sabía que si recurría a los cauces oficiales, iría al a cárcel. Todo estaba perdido. Sus hijos, en la calle, nadie podría pagar ya la hipoteca. Y Claudia, la pobre Claudia...

En un momento de inspiración, recordó a alguien que había ido a visitarle en sus sueños durante algunas noches estos últimos tiempos. Manolo.

Manolo, compañero suyo del colegio. Nieto de un amigo de su abuelo, por lo que eran también amigos fuera del cole. Manolo, el loco, como ya le llamaban en el cole. Manolo, que tuvo el dudoso honor de que lo expulsaran de la Legión por agredir a un superior que se atrevió a insultar a su abuelo en su presencia. Manolo, al que encontró un día en la calle, él con traje y corbata y Manolo, repartiendo cajas.

Sólo habían hablado aquel día. Tomaron una cerveza juntos, cambiaron sus teléfonos y correos electrónicos, se pusieron al día sobre sus vidas, se dieron un abrazo y se despidieron.

Pero Miguel sabía que sólo Manolo, Manolo el loco, Manolo el lejía, podría ayudarle en éste momento. Eran las tres de la mañana pero no dudó en llamarlo. E hizo bien.

No habían dado las cuatro cuando Manolo entraba en su casa.

Cuando vio el cuadro con sus propios ojos, Manolo no necesitó que nadie le contara nada. Le ayudó a limpiarlo todo. Usaron un par de alfombras viejas y metieron a los rumanos en la furgo. Manolo parecía disfrutar con aquello. Se le veía más feliz que un gusano retozando en el vómito de un perro. Manolo estaba hecho para la guerra.

- Chaval, tranquilo. Eso de que la poli atrapa al asesino solo pasa en las películas. A estos nadie los buscará. Y si los buscan, no los encontrarán, eso te lo asegura Manolito. Quédate en casa, tranquiliza a tu mujer, y, si puedes, mándalos fuera. Sí. Mándalos con tu madre. A Claudia le vendrá bien estar en el pueblo. Al menos por unos días, no creo que les sea fácil asimilar todo esto quedándose aquí. Y tú, vida normal.
- Te acompaño.
- Tío, pasa. Tienes una familia, una vida, un trabajo. Malo pero trabajo. Yo sobrevivo con una mierda que me da lo justo para follarme a tías a las que casi se les ha borrado el coño de tanto gastarlo.
- Voy contigo. Hay más.

Manolo le miró como quien escucha a un sacerdote pedir un cartón más en el bingo, le puso la mano en el hombro, y con una sonrisa, dijo

-Ea, vamos, Miguel y Manolo, Manolo y Miguel. M&M, como nos llamaban en el cole. Habla con tu mujer, yo te espero en la furgo. No tardes, que se nos enfría el fiambre. Yo, como buen personaje de una canción country, me vuelvo a mi montura.

El mañana pertenece...
El mañana pertenece...
¡El mañana nos pertenece a nosotros!

La puerta se cerró de golpe y Manolo puso en marcha el motor.
- ¿Dónde vamos?
-  A un sitio que te sonará

Y tanto que le sonaba. Cuando llevaban setenta kilómetros de carretera, vio un camino vecinal que recordaba. Iban a la casa de campo del abuelo de Manolo. Nada parecía haber alterado el paisaje desde su niñez. Ni tampoco nadie parecía haber entrado en la casa.

Claro que durante el camino, él había monopolizado la conversación, mandando al infierno uno a uno a todos sus diablos particulares. Manolo sólo había dejado que se desfogase, no había dicho más que lo justo.

La casa quedó atrás. Pasaron de largo. Se dio cuenta de golpe de a dónde iban. El viejo horno de cal.

Parecía que ambos hacían éstas cosas a diario. Manolo, antes de sacar de la furgo a sus viajeros de élite, les quitó sus hierros y los metió en la caja de herramientas.

Pararon en la vieja casa. Manolo sacó del cenicero una llave oxidada, abrió la cancela y entraron. Abierta la puerta para que la luz del día que nacía ayudara a Manolo a quitar las sábanas que cubrían las sillas y a abrir las ventanas, Miguel se dejó caer ante la mesa. Pero la mano de Manolo le hozo levantarse y seguirle.

-Te voy a enseñar algo de lo que espero no arrepentirme.

Cogió una linterna y bajaron al sótano. Ese sitio donde de niños se escondían, jugando en las tardes eternas de agosto, cuando sus abuelos dormían la siesta en el primer piso, y ése era el único sitio donde sus chillidos no llegarían a despertarlos.

Manolo retiró un baúl y unos cuantos cachivaches y le dijo

- ¿Recuerdas esto?

Claro que lo recordaba. Era una trampilla que, cuando la guerra, el bisabuelo de Manolo había hecho para ocultar al sacerdote del pueblo. Y ellos, de niños, la usaban para jugar a tesoros escondidos. Y de mayor, parece que a Manolo le seguía gustando esconder tesoros.

Cuando abrió la trampilla, estirando de la gran argolla, los ojos no podían creer lo que la linterna alumbraba. Armas. Cajas de munición. Lo suficiente, no para empezar una guerra, pero si para poner nervioso a cualquier gobierno.

- No te sorprendas. La colección no es mía, al menos no toda. Hay más gente cabreada además de ti. Gente que no quiere ser tratada como champiñones, siempre a oscuras y con mierda para comer. Civiles y militares. Militares que sólo esperan el momento para decirles a sus superiores "coja sus órdenes, enróllelas bien, agáchese y métaselas por donde el aire es de calidad dudosa". Me he dado cuenta de que estás dispuesto a morir. Pero, ya sabes, no tienes que morir tu solo
 - Todos morimos solos

La tierra de los Padres, la Fe inmortal, nadie podrá eliminarlas; la sangre, el trabajo, la civilización. Cantemos a la Tradición.
La tierra de los Padres, la Fe inmortal, nadie podrá eliminarlas; que el pueblo derrote al oro de los señores.
El mañana pertenece...
El mañana pertenece...
¡El mañana nos pertenece a nosotros!

El perfume recién estrenado de la resina nueva le golpeó en las narices al salir de la vieja casa.

Miguel regresó a su vida cotidiana, en calma tensa. Conoció al grupo. Se entrenó con ellos. En seis meses, era no uno más, sino uno de los mejores. Y no fue de los últimos. Recordaba a Raquel, esa casi niña que llegó hace tres mesas. Era una niña encantadora. Aún resonaba el eco de una conversación que escuchó entre ella y Manolo

- Mi madre no me deja que vaya con alguien como tu
- Tu madre no conoce a nadie como yo, nena

Raquel ahora era otra. Era un soldado.

Manolo rompió su ensoñación. El teléfono sonó y quedó convocado en el punto de siempre. No faltaría.

El mañana pertenece...
El mañana pertenece...
¡El mañana nos pertenece a nosotros!

Manolo soltaba su arenga.

- Los buenos presagios no se cumplen. Los malos le dan a uno motivos contra que luchar.  Y se cumplen los malos dentro de una semana. Dentro de una semana, éste individuo (dijo señalando la foto que se proyectaba en la pared), el nuevo ministro, liquidará la seguridad social. Ancianos que comerán mierda. Niños que morirán. Mirad, mirad bien la foto. Por una vez. el dinero y el buen gusto se habían combinado bien. Luce los suficientes anillos en los dedos como para dar a entender que era un poco pretencioso. Pero lo que es, es un enemigo del pueblo. Acabaremos con él. Será nuestra presentación en sociedad.

Aun no sabía cómo, pero tras las aclamaciones, el acabó reclamando el honor de ser el francotirador. Era el tipo con mejor puntería. Ya se sabe: calma, respiración profunda, frialdad, apoyo firme. Y bang.

Pero eso... eso es otra historia.

El mañana pertenece...
El mañana pertenece...
¡El mañana nos pertenece a nosotros!


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