El Cascarrabias

En la vida civil no digo tacos, soy muy amable, mantengo la ética y el estilo hasta límites rayanos con la estupidez. Es el momento en que necesito desfogarme. Así, nace el gran cascarrabias. El gran cascarrabias o de como la vida moderna nos hace decir tonterias. Estas son las mias, dichas para mi mismo. Si te gustan, de acuerdo. Si no, pues tambien. Y si me insultas, tu más. Hago mia la frase de W.C. Fields: "Dicen que soy xenófobo. Se equivocan: odio por igual a todo el mundo"

martes, 28 de enero de 2014

El tiempo no vivido. Cuento de historia ficción.

El tiempo no vivido. Cuento de historia ficción.

20 de noviembre de 1984. Los alrededores de las Cortes Españolas estaban abarrotados. Periodistas procedentes de todas partes del globo se dan codazos para poder tomar la mejor foto, para robar unas palabras a los mandatarios que se dentro se han dado cita, cuando salgan hacia El Pardo.
El coche del presidente acaba de llegar. Un anciano vestido de almirante recibe el apoyo de otro anciano, vestido de chaqué. Carlos Arias Navarro ayuda a Luis Carrero Blanco dándole su bastón. Entre un bosque de pechos cubiertos por condecoraciones, desaparecen en el edificio, mientras la multitud grita de forma atronadora ¡Carrero! ¡Carrero! ¡Arriba España!

Mientras, en el interior, en una zona preparada para el acomodo de las personalidades que han venido a presenciar el relevo en el mando de la vieja piel de toro, la curiosidad de los presentes ahogó sus murmullos.  La entrada de Carrero, seguida vía televisión por medio mundo, gracias a las imágenes que eurovisión transmitía, erizó los pelos de todos los españoles que tenían delante una pantalla. El barrido les ofreció un espectáculo que pocas veces se podría contemplar: lo más granado de la política española e internacional, reunida para homenajear al presidente que se retira y para saludar al entrante.

Los dos días anteriores, mientras esos ilustres visitantes iban llegando, los periodistas extranjeros descubrieron que la seguridad que el régimen había dispuesto para ellos era impecable, era imposible que nadie llegara a menos de diez metros de cualquiera de ellos. Como mucho, el enviado del Washington Post había logrado captar desde lejos una charla privada entre Ronald Reagan y el sudafricano Pieter Willem Botha. Ellos no parecían incómodos en la España que encaraba el final del siglo XX renovando el régimen que el general Franco inaugurara en 1936, y reían y charlaban amigablemente con el coronel de la Legión Española que tenía a su cargo la seguridad de los mandatarios internacionales. Seguro que en los corrillos internacionales ese encuentro traería cola.

Otros, como el canadiense Brian Mulroney o el ministro francés Gaston Deferre (su presidente había declinado la invitación), se veían claramente incómodos, no llegaron ni a salir de la residencia que les había habilitado el ministro de exteriores, Manuel Fraga, más que para ir a la ceremonia, tan solo se asomaban al balcón para fumar. Pero eran los menos de los casos. La inmensa mayoría eran invisibles. Sabían todos que estaban en España el argentino Raúl Alfonsín, el salvadoreño José Napoleón Duarte e incluso el recién llegado al poder tras el asesinato de su madre Rajiv Gandhi. Pero nadie había podido confirmarlo visualmente.

El máximo logro se lo llevó un periodista de Pueblo, que consiguió una entrevista en exclusiva con Augusto Pinochet. Pero el general fue una excepción. El silencio era casi norma en todos ellos.
Fue precisamente Augusto Pinochet el primero que se levantó al ver entrar al Presidente Carrero. La cámara siguió su ejemplo: los procuradores, las tribunas de invitados, se levantaron y rompieron en aplausos. Incluso un procurador, con una pierna amputada en el conflicto del Sáhara donde de forma definitiva aplastaron la amenaza de Marruecos, se levantó como impulsado por un resorte.

Al fondo, en una de las últimas filas, dos personas se miraban sin mostrar esa alegría común. Dos ancianos, que durante años se sentaron en los sillones azules y no en las duras sillas de invitados, parecían desmentir con el rictus de su cara el gesto amable de levantarse para aplaudir. José Antonio Girón miraba con desconfianza hacia la puerta por donde el sucesor de Carrero tenía que entrar. Pilar Primo de Rivera fue la primera en sentarse de toda la cámara.

Los operarios de Televisión Española estaban justo detrás de ellos, así que contuvieron todo comentario, no querían que se filtraran sus pareceres privados. Pudieron escuchar como en un eco, desde los auriculares del periodista que se sentaba tras ellos la voz del locutor que, desde Prado del Rey iba narrando los acontecimientos.

El estudio estaba dispuesto en forma de U, con una gigantesca bandera de España con el Águila de San Juan en su nuevo diseño, en vigor desde el 81, con rasgos más rectilíneos, una variación que había enfadado a lo que se daba en llamar "el bunker". Iñaki Gabilondo presidía la mesa, y distintos expertos y personalidades  le rodeaban:  Emilio Romero, de la prensa sindical, Luis María Anson, de ABC, José Luis Arrese, con su profundo saber político y el general Jaime Milans del Bosch, cerraban la mesa.
Gabilondo hacía una semblanza de Carrero, desde su niñez a su llegada a la presidencia del gobierno. La guerra, los años que pasó siendo la mano derecha de Franco, la tutela del Rey, la decisión de retirarse por su avanzada edad y la elección de su sucesor en la presidencia... una vida muy larga y llena de servicios a España, decía el periodista.

Emilio Romero, el primero en participar, empezó evocando una historia muy conocida: cómo un periodista de Pueblo fue quien, minutos antes de la explosión de Claudio Coello que tenía como objetivo el asesinato de Carrero, descubrió algo que no le gustaba y logró detener el Dodge3700 GT del presidente.
Milans del Bosch intervino para afirmar que era un auténtico milagro. Dijo que Su Majestad un día le comentó que, sin duda, la mano de la providencia había salvado al presidente, y que sin él, seguro que España y él mismo hubieran caído en manos del comunismo y la masonería. No quería ni imaginar que hubiera pasado sin él. Seguro que España hubiera perdido el Sahara, las Canarias, Ceuta y Melilla. Solo el pulso firme de don Luis había mantenido la integridad de la patria.

Anson remarcó que fue un periodista quien le salvó, y, si, de forma providencial, pues aunque tenía que haberse ido a cubrir un conflicto bélico en otra latitud, una gripe se lo había impedido. ¡Bendita gripe, que le había permitido salvar a España y la monarquía!

Gabilondo quiso que Arrese interviniera, pues lo veía como ausente mientras sus compañeros de mesa metían cuchara en la conversación, así que decidió cambiar de tercio. Le preguntó que podían esperar los españoles de su sucesor. el Teniente General Aramburu Topete. Esto hizo torcer el gesto a don Jaime Milans del Bosch, pues habiendo sido compañeros en la División Azul, entendía que debía ser el primero en ser preguntado al respecto, pero bueno, se decía que éste chaval tan joven tenía influencias extrañas en lo más alto.

Arrese pareció salir del limbo. No hizo una biografía del nuevo presidente, no hacía falta recordar su trayectoria durante la cruzada, su paso por la División Azul... al contrario, lo que dijo sorprendió a los presentes. Según Arese, Topete parecía la continuidad, más de lo mismo, otro hombre de la guerra, pero que en realidad era la ruptura. Y no por lo superficial, que deja de presidir un marino para ir al ejército de tierra, sino por el tipo de personalidad.

Para Arrese, Aramburu, más allá de lo revolucionario que lleva en su ADN azul por falangista, tiene el concepto de un estado moderno en la cabeza. Un estado capaz de seguir siendo baluarte ante los enemigos de España, pero que de pasos para entrar en el siglo XXI con buen pie. Sería una neofalange. Un estado con formas más modernas, capaz de incluir gracias a su verticalismo, a toda posible discrepancia. 

Hacían quinielas sobre el gobierno. Estaba claro que algún nombre del viejo gobierno se heredaría, pero la entrada de gente nueva era segura. Dos nombres estaban claros para todos los presentes:  Manolo Clavero y Adolfo Suárez. Milans se permitió apostillar que lo conocía muy bien, pues se lo presentó Aramburu hacía algún tiempo, y que era un joven imbuido de los más altos ideales y dispuesto a darlo todo por la patria.
En el hemiciclo, la ceremonia continuaba. Sólo quedaba por llegar el monarca. Girón le susurró a Pilar que creía que su rodilla no le permitiría volver a levantarse. Cuando entró don Juan Carlos buscó con la mirada a su querido amigo, el Teniente General Iniesta Cano y sonrió al verle también sentado. Carlos tenía las rodillas en condiciones, a pesar de su edad, pero ahí estaba, sin moverse de su asiento.

Sin embargo, parecían estar solos en su desazón, pues la felicidad parecía emanar de todos los presentes. Las luces generales descendieron y se iluminó de forma potente el tapiz que amparaba a la presidencia. La semioscuridad pareció dar a esa multitud de grandes hombres algo que les solía ser vedado: la intimidad. Incluso en esa falsa soledad, todos siguieron sonriendo. Aunque la sonrisa de Reagan escondía un pensamiento muy privado: hay que volverlo a intentar. Y no fallar en la segunda ocasión.

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