El Cascarrabias

En la vida civil no digo tacos, soy muy amable, mantengo la ética y el estilo hasta límites rayanos con la estupidez. Es el momento en que necesito desfogarme. Así, nace el gran cascarrabias. El gran cascarrabias o de como la vida moderna nos hace decir tonterias. Estas son las mias, dichas para mi mismo. Si te gustan, de acuerdo. Si no, pues tambien. Y si me insultas, tu más. Hago mia la frase de W.C. Fields: "Dicen que soy xenófobo. Se equivocan: odio por igual a todo el mundo"

jueves, 7 de mayo de 2020

El odio del fascista



El odio del fascista

Jaime era un ciudadano ejemplar. No le gustaban muchas leyes, pero las respetaba. Sus jefes muchas veces le sacaban de sus casillas, pero tragaba quina y devolvía siempre una gran sonrisa.
Sus vecinos, sus amigos, su familia lo tenían en alta estima. Algunos de ellos, pocos fuera de unos pocos viejos conocidos que iban quedando (la parca hizo un trabajo intensivo durante algún año) y su propia mujer, alguna vez, dependiendo de lo pesados que se pusieran los presentadores de telediarios con determinadas noticias, veían pasar como una película en blanco y negro por los ojos de su memoria a aquel otro Jaime.

Ese otro Jaime había desaparecido. Eso creían todos, incluido el propio Jaime, metido en su día a día. A veces, relecturas de viejos libros que nunca llegaban a acumular una capa de polvo le hacían recriminarse su aburguesamiento, pero siempre que una crisis de ese estilo se le presentaba, algún problema que necesitaba solución inmediata de uno de sus hijos, de su mujer o de sus padres le sacaban del ensimismamiento.

Sus padres. Cuando pensaba en los malos ratos que pasaron por él, y los veía ahora tan viejos y desvalidos, se imponía como penitencia por sus posibles pecados pasados el hacerles lo más dulce que pudiera su vejez. La de veces que su padre tuvo que buscarle en comisarías de policía o presentarse ante la Guardia Civil, que le tenía como huésped temporal por una de aquellas muchas algaradas, de las que su madre sufrida y callada terminaba curando su lomo en grana y oro con algún emplasto casero.

Pero eso había pasado. Jaime seguía manteniendo su cara de palo, inmutable, indescifrable. Cuando algo le emocionaba o le irritaba nadie más que él parecía enterarse. Con los años, sí que afloraron otros seguimientos. Su mujer le decía que cada vez se estaba haciendo más humano, que cuando algo le llegaba al corazón sus ojos se humedecían, y que a veces no podía evitar la aparición de una sonrisa en un rictus apenas dibujado, pero Jaime sabía que no es que se estuviera haciendo más humano, sino más viejo.

Cuando murió Fermín, no haría dos años, el mismo notó que algo se le había torcido por dentro. Fue una sorpresa para todos, Fermín era un tipo deportista, sano, siempre el triunfador en todos los campeonatos que los empleados de la empresa de seguridad donde trabajaba hace años celebraban. Cuando su mujer le llamó al trabajo para decirle que el hijo de Fermín acababa de llamar a casa para dar noticia de lo sucedido, Jaime notó al colgar que una casi imperceptible lágrima le resbalaba hasta dejar una huella en el informe que estaba revisando.

En el tanatorio se vio con muchos de los que la vida le había separado hacía ya lustros. Recordaron años pasados, aventuras de juventud y terminaron cantando a voz en grito, en honor de Fermín, el “Yo tenía un camarada”.

Desde entonces, en sus noches de silencio e insomnio venía Fermín a visitarle. El Fermín joven, el Fermín que montaba tenderetes para vender llaveros y libros, el Fermín que nunca se arrugaba, el Fermín que le regaló su primer ejemplar del “Eugenio”, el Fermín que era un lujo tener al lado cuando la cosa se ponía fea.

Aun así, poco más había cambiado. En apariencia nada despertaba su interés, ninguna noticia por truculenta que fuera llamaba su atención. Su mujer, educada con las monjitas, decía más tacos que él mientras veían los telediarios. Jaime era incapaz de odiar, hacía buena la Oración de Sánchez Mazas:

Víctimas del odio, los nuestros no cayeron por odio, sino por amor, y el último secreto de sus corazones era la alegría con que fueron a dar sus vidas por la Patria.    

Quizá, a veces lo pensaba, eso le venía heredado de alguna manera de su madre, quien de pequeño le enseñó a rezar y le hizo acompasar su vida a frases clásicas de la tradición católica española. Siempre la recordaba diciéndole, repitiendo en cualquier circunstancia propicia la frase de San Ignacio, «Actúa como si todo dependiera de ti, sabiendo que en realidad todo depende de Dios».

En su fuero interno sabía que esa era la brida de acero que le mantenía quieto en sus zapatos.

Por eso, cuando su madre fue ingresada en una UCI a la que nadie podía siquiera asomarse, cuando no se le daba más información que la fatal y definitiva, cuando le dijeron que ni tan siquiera sabían dónde estaba su cadáver, Jaime por fin escuchó lo que Fermín y sus camaradas muertos le estaban gritando desde sus luceros. Jaime acababa de despertar a la bestia que dormía dentro de él. Jaime había descubierto el odio del fascista.

(CONTINUARÁ)


  

lunes, 19 de febrero de 2018

De papers, labios comedores, cornamentas, vicerrectores y otras monsergas.



De papers, labios comedores, cornamentas, vicerrectores y otras monsergas.

Conforme pasa el tiempo y voy observando la fauna y flora que puebla los arrabales de la universidad, más creo que, parafraseando a Chesterton, esta es algo grande y bien cimentada, pues en caso contrario la ruina sería tal que los cascotes nos enterrarían hasta el colodrilo.

Para no señalar, voy a contar una bella historia hipotética. Observe, señoría, que señalo que todo lo que viene a continuación nace única y exclusivamente de mi calenturienta imaginación, y que nada puede ser visto como reflejo de la realidad, ni en actuaciones ni mucho menos en personas.
Una vez sentada la premisa de partida, vamos a ello.

Hablemos de Periquillo. Hace tiempo que Periquillo sabe que se jubilará sin ascender de categoría. Que no está hecha la miel para la boca del asno ni la cátedra para los inmundos seres políticamente correctos.

En el banquillo de los desahuciados Periquillo conoció a Doloretes. Doloretes tenía claro también que nunca ascendería, pero no por razón político-ideológico alguno, no. Sabía que no lo haría porque es tonta del culo, y ella era consciente de ello.

Entró en la universidad en una de esas tandas que con el siglo se abrieron, en puestos mal pagados pero desde los que, casi tan solo con calentar banquillo, se podía llegar a una estabilidad laboral. Como era incapaz de escribir nada con sentido, se sabía en el barco de Periquillo quien, como en el fondo sentía lástima por ella, a sabiendas de que algo suyo sería inmediatamente rechazado sin más, le escribió un par de artículos para que los firmara y así que el curriculum de Doloretes no fuera una inerme línea plana.

Pero, a todo esto, hubo dos encuentros vitales en su camino: un antiguo compañero de carrera, ahora bien ubicado en la industria, con un sueldo de interés compuesto que se enamoró de su larga cabellera dorada y un vicerrector al que llamaremos Heráclio.

Heráclio era un tipo singular: pío como bandera, discreto y al que faltaba mostrar el cilicio para que nadie dudase de su integridad espiritual, que al tiempo, "tenía mano" en todas las revista de la red de la ciencia, donde con solo acercarse se abrían las puertas y ventanas para que sus publicaciones pasaran.

Abreviemos, que esto se eterniza. Heráclio en realidad no era tan casto y puro como su  apariencia vendía. Llegó a un acuerdo con Doloretes. No voy a entrar en detalles escabrosos, pero en el acuerdo quien más daba era Heraclio: daba "papers" firmados en coautoría con Doloretes, daba puestos de envergadura en la gestión de la Universidad Prosopopéyica de Aquinostán, y daba también fluidos corporales que eran rápidamente sorbidos por los carnosos labios de Doloretes.

A esa terna pronto se sumó un puesto en la universidad para el marido de Doloretes, a quien en confianza los compañeros llamamos el venado. (Nunca supimos si sus vértebras son de titanio o adamantium, para poder soportar el peso de tamaña cornamenta sin quebrarse). Y, como regalo final, cuando Heráclio se hizo mayor y eso de los intercambios carnales ya no suponía más que un deporte de riesgo, hizo a Doloretes la Santa Inquisidora de Investigaciones, de tal modo que cualquier investigación, aunque no entienda de ella más que de la composición de lás heces de mono, debían pasar bajo su cuño (con u) censor.

Tranquilos, que ya voy cerrando.

Llegó el momento en que Periquillo se dio cuenta de que, a base de tesón, y de mandar a evaluar sus trabajos a lugares donde no le recordaran como claustral con su bella camisa azul oscura con un cangrejo de adorno, podría ir generando un curriculum. De forma lenta y desagradable, si. Pero posible.

Lo que Periquillo no previó era esa nueva Inquisición que, para más INRI, era infranqueable y que, por el tiempo en común pasado en el banquillo, era además absurdo intentar ponerse de perfil para ser invisible.

Así pues, Periquillo decidió preparar un regalo de Navidad, a modo de desahogo. Envió una caja con bolas de colores al Sr. Venado, para que decorara sus cuernos, y un cepillo y un paño para que les sacara lustre.

Lo curioso es que Periquillo, en el mes de febrero, no tenga aún respuesta.

Por si esta llegara ¿algún voluntario para ser padrino de Periquillo en el duelo que se presume?


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jueves, 16 de marzo de 2017

El superviviente


30 de julio de 1937. Brunete. Los cañones ya no se escuchan, los tiros quedan lejos. Tan solo se ven ruinas, árboles desmochados, un trigo que no será cosechado, porque los mozos tienen en sus manos herramientas más peligrosas que las hoces. Y luego, está ese olor. El olor fétido, agridulce de la muerte. De miles de cadáveres que esperan ser recogidos, enterrados. Pero si no hay tiempo para la vida ¡cómo va a haberlo para la muerte!

Y, de repente, debajo de un bosque de brazos y piernas que por el efecto del calor y de los insectos ya tienen un aspecto muy distinto al que sus propietarios estaban acostumbrados, apareció él. Bonifacio Sánchez. De la IV de Navarra.

Tardó en darse cuenta de lo que había pasado. Estaba vivo, sí. Se palpó por el cuerpo. Vio la sangre reseca en su pecho, pero no había ningún agujero. Recordó estar apostado junto a un árbol, con su camarada Perico. Recordó un impacto, una fuerte quemazón en el pecho. Y ya no recordaba nada más hasta que hace un rato sintió un peso  terrible sobre él. Abrió los ojos u no vio nada pero oler… caramba, como olía. Se hizo hueco poco a poco hasta que consiguió salir de lo que luego descubrió era una pequeña montaña de cadáveres.

Muertos sin orden y concierto. Allí estaban los suyos, y los de Yagüe, pero también los de Lister, El Campesino e internacionales. Miró a su alrededor y vio a unos tipos arrastrando cadáveres. Parece que la batalla ha terminado, después de todo. Miró a su derecha y vio a lo lejos una bandera de Falange ondear. Bueno, al menos hemos ganado nosotros, se dijo.

Miró de nuevo el montón de cuerpos de donde había salido. No entendía nada. ¿Estaba muerto? ¿era un sueño?. El sol hizo brillar algo, se agachó y vio que era una petaca. Desenroscó el tapón y olió su contenido. ¡Vaya, coñac!. La mejor cura para los problemas mentales.

Se sentó en una piedra y se echó un buen trago al coleto. Empezó a recordar. Recordó su último permiso, cuando vio a aquel niño gitano que iba sobre un burro, y de repente, como cuando en una película de Tom Mix le dan un tiro al caballo y este cae de golpe, el burro se murió y el niño se fue al suelo. Y si, estuvo mal, pero el efecto fue tan cómico que no pudo más que reírse. Con las mandíbulas desencajadas notó una mano en su hombro. Una vieja, más arrugada que una pasa, mirándole a través de unos ojos azules, más llamativos aún por estar ubicados en ese rostro reseco, negruzco y con más roña encima que la jaula de los monos del Retiro. Y esa voz… como olvidarla. Una voz que le heló la sangre: “Yo te maldigo: robarás la vida a tus seres queridos”

Bah, se dijo, tonterías.

oOo

Pasaron los años y se dio cuenta de que no era ninguna tontería. Cuando apreciaba a alguien, a un amigo, a un familiar, cuando una chica le devolvía la mirada con algo más que curiosidad, en realidad los estaba condenando. Él se conservaba exactamente igual que en el 37. Con sus veinte años recién cumplidos. Y no solo eso, sino que había sobrevivido a tres accidentes de automóvil, una bomba, cinco tiros, una caía salvaje desde lo alto de una montaña e incluso a la caída de un avión. A él no le pasaba nada, se despertaba al cabo del tiempo, que además nunca era el mismo, sin un solo rasguño. Pero siempre, siempre, una o varias personas de las que consideraba sus amigos, morían.
Por eso en 1980 se aisló en una aldea perdida de Huesca. Con él, siete habitantes. Y a los otros seis procuraba ni verlos. Durante años bajaba de su picacho a la tienda de Cosme para comprar avituallamiento. Cuando apareció Internet, ni eso: todo lo compraba por la red y solo veía al mensajero. Ansiaba el momento en que los drones fueran capaces de hacer ese papel y así no arriesgarse ni con el mensajero.

Por el dinero no había problema. Cuando sus padres murieron vendió sus terrenos y las fincas de labor y tuvo la suerte o la genialidad de invertir el dinero en la construcción de fincas. Nunca vendía los bajos comerciales, que mantenía alquilados. De ahí le salía una renta que iba directa al banco a través de las agencias que lo alquilaban, y podía vivir sin hacer más que pasear al sol y leer. Su único problema ahora era evitar las murmuraciones. Que nadie se diese cuenta de su edad, porque la verdad es que no aparentaba ser un centenario.

En los primeros años fue fácil. Primero todos creían que pertenecía a uno de esos fenotipos que aparentan ser jóvenes hasta bien entrada la madurez. Luego, se tiño el pelo con canas. Pero a partir de la década de los 60, se dio cuenta de que empezaba a despertar sospechas. Se mudó y pasó 20 años interpretando el papel de su propio hijo, usando su mismo nombre y apellidos. La documentación falsa se la facilitó por unas pocas perras un antiguo camarada de la IV de Navarra que estaba en interior y no hizo demasiadas preguntas. Y aunque las hubiera hecho: el abrazo que se dieron le costó que al salir muriese fulminado de un infarto.

Bonifacio llevaba un diario de su longeva vida. Se lo impuso hace mucho tiempo como medio de aislarse consigo mismo. Cuanto más tiempo estuviera concentrado, menos amistades podía hacer. Una vez aislado, siguió con el ritual. Aunque el título que le dio a sus memorias le sonrojaba, decidió mantenerlo para auto fustigarse: “Solo quisimos ser jóvenes”

oOo

Poco antes de recluirse en la aldea, Bonifacio quiso despedirse de sus camaradas. Muchos de ellos están enterrados en el Valle de los Caídos. De pie delante de la pared que le separaba de los huesos de quienes fueron jóvenes como él, notó un resplandor. En aquellos años sin móviles, cuando las fotos eran pocas y se conservaban para toda la vida, un padre fotografió a sus hijos a su lado. Por el ángulo habrá sacado su cara pero… en fin, qué más da. Es una foto destinada a perderse en una caja de zapatos, hasta que salga de la misma para ir a la basura. No hay problema.

oOo

Pero vaya si lo hubo. Aunque eso no lo sabría hasta que pasaran casi cuarenta años más.
Bonifacio abrió la puerta al repartidor de la empresa de mensajería. El tipo que se lo entregó, que de chavalín tenía ya poco, se quedó mirándole como si hubiera visto a un muerto. Anque quizás si lo había visto.

Bonifacio no hizo caso, pensó que el tipo había fumado cosas raras. Llevaba tantos años aislado que era imposible que nadie le reconociera.

Sin embargo, Juan Manuel, que así se llamaba el repartidor, no pudo quitarse esa imagen de la cabeza. Cuando llegó a casa miró la foto enmarcada que presidía su salón. Esa donde aparecía con sus dos hermanos, ya fallecidos, que le hizo su padre en el Valle de los caídos en el arranque de los años 80. Si. Claro que le sonaba. Era él. Era el desconocido que aparecía en la foto, al que miraba todos los días desde hacía alguna década. Su cara la conocía muy bien.

Juan Manuel había apuntado su nombre. Lo googleo, pero no encontró nada. Pidió ayuda a un par de amigos, uno policía y otro una rata de biblioteca. Alguno de los dos igual le averiguaban algo. Hizo sendas copias de la foto y se las dio.

Y lo que averiguó le llevó a unos pasos de la locura.

Entre unos y otros averiguaron que con ese mismo nombre había cuatro personas, de las que en dos casos no había noticia de su fallecimiento. Uno nacido el tres de marzo de 1917, y el otro el mismo día de 1947. Aun había más: repasando viejos volúmenes con fotos de guerra, encontraron una foto de unos soldados de la IV de Navarra donde uno de ellos era como una gota de agua al tipo de la foto de su salón.

Pero ¡no podía ser! Ese hombre tenía 20, a lo sumo 25 años, es imposible que tuviera 70 y mucho menos 100 años. Por la ubicación de la foto, pronto encajaron otra pieza en el puzzle: ese fantasma estaba delante de los muertos en la batalla de Brunete. Batalla donde, si, participó la IV de Navarra.
 
oOo

Juan Manuel fue a un par de periódicos con su historia. Solo consiguió risas. Al salir del segundo, su humillación era tal que decidió no volver a hacer el ridículo así. Cogería el toro por los cuernos. El mismo profundizaría en la historia. Iría a verle.

oOo

El sábado siguiente fue a verle. Bonifacio se extrañó al abrir la puerta, pero cuando Juan Manuel le puso delante de sus ojos la foto del Valle, le hizo pasar. Sus dos amigos le esperaban en el coche.
Al cabo de unos momentos, Juan Manuel salió con una sonrisa. Juan Manuel le dijo a sus amigos:
Venid conmigo. Le he contado la historia y dice que hay muchas cosas que necesita explicarnos. Nos invita a pasar y comer con él. Es un tipo muy afable. Seguro que nos hacemos buenos amigos.

No, no tenía que parecer un accidente. Lo sería, seguro.

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jueves, 1 de diciembre de 2016

El país de los espejos




El país de los espejos

Cuento de ciencia ficción inspirado en una idea de mi hijo Luis.

Muchos de ustedes no conocerán Estrobia. Es un país tan pequeño, que casi no debería aparecer en el mapa. Y dadas las características de su presidente, las grandes potencias han hecho todo lo posible para ocultar su existencia a la humanidad. Lo que por otra parte, es del agrado de los estrobianos.
Fermín Sponsky, el viejo Doctor Fermín, como a su pueblo le gusta llamarle, es su presidente vitalicio. Presidente desde 1945. Fermín sabe que sus días se acaban y que, si Dios no lo remedia, poco después de su muerte su pueblo será engullido por algún estado fronterizo.
Pero conviene que hagamos un poco de historia. De la historia buena, la que no viene en los manuales, la que no registran los libros: la que ocurrió de verdad y molesta a los poderosos. Lo que provoca que usted desconozca el pueblo de Estrobia, que la gente de la calle ignore su existencia, pero que sin embargo preocupe a toda la clase dirigente.
Viajemos al pasado. A la segunda guerra mundial. Y encontrémonos allí con un joven Fermín. Durante el conflicto, dado lo escarpado del terreno, el pequeño Condado de Estrobia se había mantenido al margen. Estrobia no tenía materias primas de interés, no ocupaba un enclave estratégico, su economía era eminentemente agrícola... nada, absolutamente nada le interesaba ni al eje ni a los aliados. Se cortaron, si, las importaciones y las exportaciones, si a tanto queremos elevar las entradas y salidas de mercancías y productos del campo que los carros de bueyes hacían llegar, tras un trabajoso viaje a través de las montañas.
Estrobia era un condado, si, pero sin conde. El último Conde de Estrobia había muerto sin descendencia en 1925, en un accidente de automóvil. El Hispano Suiza que Alfonso XIII le regaló se estampó en Niza. Desde entonces, un consejo rector, del que formaba parte el padre de Fermín, como boticario del condado (los otros miembros eran el jefe de policía, el médico, el maestro y el párroco) gobernaba a las casi mil almas que estaban encajadas en ese extraño valle de los Balcanes.
La guerra iba desarrollándose sin molestar apenas a los estrobianos. Veían algún avión sobrevolarles, pero poco más. Hasta aquel día. El día del espejo.
Aun no quería despertar la primavera de 1945. Las noticias, que escuchaban desde la radio del jefe de policía, dejaban claro que el eje se desmoronaba. El triunfo de los aliados se daba por seguro. Hacía tiempo que ni esos aviones que como única muestra bélica firmaban el cielo de sus casas aparecían ya. Los miembros del consejo esperaban que pronto pasara todo y rogaban por permanecer tan indemnes como durante toda la guerra. Hasta que se abrió la puerta, y entró Fermín con unos desconocidos.
- Padre, tiene que escuchar a esta gente.
Los recién llegados vestían andrajosos uniformes feldgrau. Con rasguños y el hambre marcada en sus caras, esperaban de forma respetuosa en la puerta.
Y contaron su historia. Eran soldados del ejército alemán, cuyos jefes se habían rendido y que se negaban a entregarse a los rusos. Contaron las atrocidades que les vieron hacer. Las violaciones hasta de niñas y ancianas. El saqueo, el robo a todos los niveles. La tierra quemada.
Mientras Fermín les preparaba un macuto con comida, tal y como les había prometido si le contaba a su padre y sus amigos lo que a él le contaron antes, cuando bebiendo unos vasos de leche recién ordeñada que les ofreció Fermín le describieron el infierno, el consejo debatió sus opciones, que eran pocas o ninguna. Y Fermín pensaba, pensaba. Y rezaba. ¡Nada podía hacer él! Un chaval enclenque. Casi un niño.
Despidió a los solados, indicándoles un paso de montaña que les ahorraba miradas indiscretas, y se fue a su habitación. Y entonces ocurrió.
Nunca supo si fue un milagro o si era un don que siempre tuvo con él, como en esos tebeos que de los Estados Unidos de América le mandaba al maestro antes de la guerra su hermano, emigrante en Nueva York, para los chicos del pueblo, pero podía hacer cosas extraordinarias.
Mirándose a sí mismo en el espejo, descubrió que no estaba solo, se veía a un señor. Pero cuando se giró, la habitación no mostraba a nadie. Volvió a mirar el espejo y allí estaba. Acercó la mano y, con un susto increíble, se dio cuenta de que podía tocarlo. Le cogió la mano y empujó hacia sí. Lo sacó del espejo. Le preguntó que quien era, de donde venía... y no tardó en darse cuenta de que era su propio abuelo, o mejor dicho, una imagen de cómo había sido su abuelo en 1895.
Tras la conmoción de los primeros momentos, Fermín fue experimentando. Y descubrió pronto el alcance de su poder. Era capaz de sacar a personas que se hubieran reflejado en los espejos, con tan solo pensar en ellos, de forma consciente o inconsciente. Harían todo lo que les pidiera, aunque su imagen especular solo viviría esa vida falsa veinticuatro horas. Después se desvanecerían. Podía sacar cuantas copias quisiera de la misma persona, de una en una o muchas a la vez, y ninguna guardaba recuerdo de que había pasado con la anterior. Podía sacar personas que ya hubieran fallecido, o personas vivas, excepto él mismo. Y si una de ellas moría antes de que pasaran las veinticuatro horas no pasaba absolutamente nada. Su cuerpo se desvanecía, sin más. Lo más importante de todo: los reflejos le obedecían ciegamente, ordenara lo que ordenara, excepto lastimarle a él mismo.
La solución era obvia. Durante una semana fue practicando a solas, sin decir nada ni siquiera a su padre. Y cuando pasó el tiempo, ya con los rusos subiendo por la montaña, como los vigilantes que el consejo había apostado advirtieron, Fermín llamó a su padre y le contó su plan. Le costó poco asumir que su hijo no estaba loco. Fermín sacó tres copias de su padre, una tal y como era en ese momento, otra tal y como fue a los 40 años y otra de niño. Ese espejo había estado en la familia desde siempre. Su padre, sin tiempo para la reacción, le dio el visto bueno. Fermín sacó de cuantos espejos encontró en el pueblo a muchos, muchos hombres. Los más fornidos habitantes del pueblo, desde que en el pueblo hubo espejos, multiplicados por veinte, por cien. En dos horas ya había preparado un ejército de dos mil personas. No tenían armas, pero daba igual. Conforme pudieran ir matando rusos, tomarían sus armas.
Así se libró Estrobia.
Durante los primeros meses de posguerra, la confusión le permitió hacer un buen acopio no solo de armas, sino de artefactos bélicos. Sus reflejos enviados a lo largo del mundo (del mundo que podían alcanzar en veinticuatro horas, claro) hicieron llegar a determinados e importantes sabios invitaciones para residir en Estrobia. Y algunos aceptaron. Aceptaron aquellos que escapaban del hundimiento alemán, y aquellos que lo hacían del infierno ruso. Y con esos cerebros y la ayuda de los espejos, Estrobia se convirtió en algo inexpugnable.
En los años 60 un pacto secreto entre la URSS y EE.UU. quiso acabar con Estrobia de forma discreta. Fue una suerte que en ese momento el desarrollo de la televisión potenció el poder de Fermín: podía sacar personas de cualquier aparato de televisión del mundo, con tal de que él estuviera viendo el mismo canal. Y sus sabios le ayudaron a adelantarse décadas a la televisión por satélite. Enterado de lo que le venía encima, aquellos líderes que quisieron acabar con Fermín fueron ejecutados por los más sorprendentes personajes: vaqueros, gangsters o mascotas de programas infantiles. Fermín se hizo inexpugnable, y con él, Estrobia.
Pero ahora, con un Fermín decrépito, a punto de marchar en la barca de Caronte, temía por Estrobia. Así que tomó una decisión: la única manera de que el mundo no dominara Estrobia... era que Estrobia dominara el mundo.
Muchos de ustedes no conocerán Estrobia. Pero pronto, lo sabrán todo de ella.


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lunes, 24 de octubre de 2016

Manual de creación de certificados digitales, con pluma de ave y sangre de buey.


 


En España teníamos una ley, la 11/2007, de 22 de junio (buen día, si señor) de Acceso Electrónico de los ciudadanos a los Servicios Públicos. En ella, el legislador trató de dar carta de naturaleza legal al derecho de los ciudadanos a relacionarse digitalmente con las Administraciones Públicas. Como el legislador pensó que en el momento actual la tramitación electrónica no puede ser una forma especial de gestión de los procedimientos, sino que debe ser la habitual, acometió una gran reforma que culminó con la aprobación de la ley 39/2015 de 1 de octubre, del Procedimiento Administrativo común de las Administraciones Públicas.

Ojo: el legislador no usó la expresión “Procedimiento Electrónico” por parecerle un pleonasmo, puesto que ahora, todo procedimiento es electrónico. Así, resultaría igual de feo que decir “sal para afuera” o “un viejo anciano”. Pero es que el legislador no conocía la Gerencia Territorial del Ministerio de Justicia en Valencia.

Y ahora es cuando empiezo a contar una batallita personal, que me sirve de paso como guion para una clase sobre la materia. Vamos al lío.

La madre del sujeto A (o sea, yo mismo) fallece. Como disponía de un seguro que cubría incluso los trámites administrativos, la aseguradora lo gestiona todo, incluido el registro de últimas voluntades. Y aquí empieza el baile.

La aseguradora, ya en el silo XXI, no hace cola delante de ventanillas con funcionarios armados de tampón de goma y pluma de ave, sino que usando de ese invento del maligno que es Internet, tramita electrónicamente el documento. Documento que me remite, con toda clave de verificación que autentica la firma electrónica, etc. Hasta aquí, perfecto. España, parece un país moderno y todo.

Pero… (¡ah, los peros!) resulta que en ese certificado se indica que la difunta, no otorgó testamento. Curioso, porque mi madre, puntillosa en todo detalle, no solo si había otorgado testamento, sino que había dejado toda la documentación en carpetas nominadas, perfectamente localizables. Si madre me indicaba en anotaciones manuales hasta que esterilla debía darle a mi hijo pequeño ¡cómo iba a extraviar su propio testamento! Ella no, pero el Notario por que se parecía intuir, sí.

Con esa estupenda paradoja que supone llevar en una mano un certificado que indica que el documento que llevo en la otra no existe, me desplacé al Archivo de Protocolos del Colegio de Notarios. Allí me indicaron que no era inusual, pues el testamento de mi madre data del año 73 y solo están informatizados desde el 93. Para los anteriores, revisan anotaciones manuales donde los errores podían darse (y de hecho, se dan). Bien, tomaron nota y me dijeron que me llamarían a mi teléfono móvil para notificarme el resultado (¡ya vamos avanzando por la senda correcta!… al menos el Colegio de Notarios no usa del noble arte de la colombicultura para emitir sus avisos)

Y así fue. Me hicieron lo que al sur del Rio Bravo llaman un telefonema, y con él me indicaron que pasara por la Gerencia Territorial del Ministerio de Justicia para que, sin cargo alguno, dado que se trataba de una corrección, lo volvieran a emitir.

Y uno, poseedor de una cándida mente que aún cree que la sociedad progresa, se acercó, pensando que en unos minutos, todo quedaría solucionado. Craso error. Soy tan crédulo que aun creo que algún Best Seller merece la pena.

Debí imaginarlo cuando entré y vi que la máquina que se usaba para dar turnos se gestionaba con un Windows XP, que además mostraba un mensaje de error. Bueno, acabo de leer una noticia donde dice que un taller mecánico en Polonia sigue usando un Commodore 64. Podría ser peor. Tampoco podemos exigir una modernización a prueba de bala.

Pero… cuando me encontré con la funcionaria que daba los turnos, le expliqué someramente mi problema, enseñando la impresión del certificado electrónico y me dijo “ese papel no vale, te lo has hecho tú”, empecé a ver que el asunto se podría dilatar. Tras explicarle que si va firmado, pero con una firma digital, autenticado mediante un Código Seguro de Verificación que podía comprobar, decidió mandarme a una ventanilla. (Inciso: ¿nunca había visto un certificado tramitado online? ¿de verdad? ¡que paren España, que me bajo!)

Y en la ventanilla me di de bruces con el cemento atecnólogo. “Eso no lo podemos solucionar. Hay órdenes superiores que obligan a que lo que se hace mal en Madrid se corrija en Madrid”.

No lo haré más largo. Lo resumiré diciendo que ya puede Ud. invocar la búsqueda de la ventanilla única, explicar que “Internet no es Madrid”, que se trata de una corrección simple, pues el Colegio de Notarios ya había hecho su papel, cantarles la Parrala o invocar a Santa Euduvigis y sus diez hermanas mártires. Todo es absolutamente inútil. O pagas y lo tramitas a mano “o te vas a Madrid”.

Así que a pelear el asunto. A zascandilear con la Administración Pública. Que no es por ahorrarme los 3,70 euros, no. De verdad. Ni por convertirme en un mártir de la 39/2015. Simplemente, es por pasar el rato. También hay quien se va a cazar mariposas, oigan.

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domingo, 3 de julio de 2016

Franco tiene la culpa






LA CULPA LA TIENE FRANCO


Hospital. Vecino molesto. Da gritos y muestra una educación tal que imagino que cuando mañana le pidan esputos para la muestra en lugar de mocos sacará bellotas.

Finalmente me acerco a verle, para reconvenirle. Pero que quedo quieto en mis zapatos: es un pobre viejo sonado. No es alguien a quien pueda advertirle que, si no se calla, le pegaré una ostia que le sacará la cara por el culo.

A una enfermera que está desquiciada de escucharle y que me mira buscando compasión, le digo: "la culpa, la tiene Franco".

Me mira, quizá pensando que con tanto berrido he perdido la razón. Debo explicarle el porqué.

La culpa, es de Franco porque el acometió una reforma hídrica tal que hizo llegar el agua a todas las casas de todos los pueblos de España.

Antes de eso, la vida del pueblo giraba en torno al pilón de la fuente, donde todas las mujeres lavaban y donde se arrojaba al tonto del pueblo.

Esa mojadura tenía efectos terapéuticos y muchos de esos tontos mejoraron a fuerza de mojaduras. Dicen que hay tontos que tras dos o tres remojones, acabaron como ingenieros de caminos.

Seguro que a este pobre tipo no le pudieron tirar a la fuente. Ya no habría. Por eso se quedó tonto.

Por eso, la culpa es de Franco, por acabar llevando el agua a todos los pueblos.

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jueves, 21 de abril de 2016

Ya me decían que no seré nada



Ya me decían que no seré nada



Profe de infantería. Condenado eternamente a ser esto, sin posibilidad de ascenso. Ni mediante cargos de gestión (quien no tiene padrinos no se bautiza, y a mí no me dan ni agua bendita), ni mediante investigación (una larga historia, para otro día).

Aun así, bendita condena. Y es que uno es una suerte de masoquista docente.

¿Porqué no seré nada? Bueno, permitidme que os cuente mi día de ayer.

Salgo a las 7:20 de casa. El ascensor sigue estropeado. Afortunadamente, los siete pisos esta vez son de bajada. Con una mochila tremenda y unos cuantos kilos de papel a rastras, pero de bajada.
Dejo al chaval en el cole, 7:40. Por el camino, al menos, disfrutamos de un cacho del quijote del siglo XXI. Una magnífica producción de RNE, que supone una ventana abierta por donde circula el aire fresco. No, no podemos soportar un día más esas "noticias de la OTI", donde Panamá y Venezuela se mezclan de forma inexorable.

Llego a las 7:50. Preparo (ordeno) el material de las clases. Esto es algo que muchos se ahorran. Colocan un power point mostoso y recitan una lección aprendida hace años. Yo soy incapaz. Empleo vídeos, documentos (sentencias, denuncias) para incitar la pregunta. Quiero que duden de todo. Quiero que piensen que les engaño, para que les pique la curiosidad, consulten y así aprendan a aprender. Y eso implica una puesta en escena cuidada, aunque de siempre sensación de improvisación.

Primera clase. 8:30 a 10:30. Animada, con debate. Y un test al final. Test con pregunta abiertas. Esto ya no se hace. Los profes no quieren corregir cosas que tengan que leer. Todo lo que no corrijan las máquinas solas, es algo que pone en peligro su tiempo de investigación, cuando no su tiempo libre. Yo, como soy un poco (y sin el poco) gilipollas, no se hacerlo de otra manera.

De 10:30 a 11:30, aprovecho el descanso para ponerme a corregir. Pero... empalmo con una segunda clase de teoría, de 11:30 a 13:30. Con el mismo esquema. Pero con seis veces más carga de corrección que la anterior. Hay un alumno que da por el culo especialmente, indicándome mis errores, señalando defectos. No lo sabe, pero se ha convertido en mi favorito. Es justo lo que quiero que hagan.

A la una y media me largo a comer. Aprovecho y leo mientras, mera vaselina intelectual, un libro publicado en 1916. Necesito desintoxicarme un ratito. Poco, a las dos y diez estoy ya corrigiendo, pero poco... porque a las tres empiezo una sesión de laboratorio de tres horas.

Por el camino, un alumno se presenta como alumno de mi asignatura, pero que va con otro profesor, y me dice que le encanta el material que preparo. Bueno, un poco de peloteo infla mi ego y me deja no hundirme. Sigamos. 

Salgo del labo. En la puerta hay un alumno al que dirijo su trabajo de fin de grado. Hablamos del mismo hasta las siete menos cuarto. Y me encierro a corregir. Veo un correo donde alguien me pasa una captura de pantalla de un alumno mío en twitter diciendo que mis prácticas molan. Va bien para cargar las pilas y corregir, auxiliado de tres cafés consecutivos, hasta las ocho y media, momento en el que cierro y me largo al departamento... hay que preparar el próximo examen. Complejo por distribución en aulas, idiomas empleados y metodologías. Seis variantes.

Se nos dio a elegir fotocopiar los exámenes como siempre en reprografía, o usar las fotocopiadoras del departamento como impresoras. Esto último, me dicen, tiene menos coste y se recomienda para ahorrar. A la universidad, no a mí, claro. Por esa vena gilipollesca que enarbolo, decido usarlas. Mientras va imprimiendo, voy preparando cambios en la práctica que daré dentro de dos semanas, una de mis favoritas y más complejas. Porque dejarla como está año tras año, nunca ha sido mi opción. Entre pitos y flautas, salgo a las diez de la noche. Llego a casa a las diez y media. Engullo la cena y veo en el móvil que dos alumnos tienen un problema con una tarea a entregar... que expira hoy. A mi pesar, arranco el ordenador. A las doce pasadas me meto en el sobre con un libro. Libro que ha amanecido clavado en mis costillas esta mañana.

Y es que como decía el ínclito Wert, los profesores somos unos vagos.

Que le den por el puto culo. Maldición gitana: así te acuerdes de mi cada vez que te masturbes.

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