30
de julio de 1937. Brunete. Los cañones ya no se escuchan, los tiros
quedan lejos. Tan solo se ven ruinas, árboles desmochados, un trigo que
no será cosechado, porque los mozos tienen en sus manos herramientas más
peligrosas que las hoces. Y luego, está ese olor. El olor fétido,
agridulce de la muerte. De miles de cadáveres que esperan ser recogidos,
enterrados. Pero si no hay tiempo para la vida ¡cómo va a haberlo para
la muerte!
Y, de repente, debajo de un bosque de brazos y
piernas que por el efecto del calor y de los insectos ya tienen un
aspecto muy distinto al que sus propietarios estaban acostumbrados,
apareció él. Bonifacio Sánchez. De la IV de Navarra.
Tardó en
darse cuenta de lo que había pasado. Estaba vivo, sí. Se palpó por el
cuerpo. Vio la sangre reseca en su pecho, pero no había ningún agujero.
Recordó estar apostado junto a un árbol, con su camarada Perico. Recordó
un impacto, una fuerte quemazón en el pecho. Y ya no recordaba nada más
hasta que hace un rato sintió un peso terrible sobre él. Abrió los
ojos u no vio nada pero oler… caramba, como olía. Se hizo hueco poco a
poco hasta que consiguió salir de lo que luego descubrió era una pequeña
montaña de cadáveres.
Muertos sin orden y concierto. Allí estaban
los suyos, y los de Yagüe, pero también los de Lister, El Campesino e
internacionales. Miró a su alrededor y vio a unos tipos arrastrando
cadáveres. Parece que la batalla ha terminado, después de todo. Miró a
su derecha y vio a lo lejos una bandera de Falange ondear. Bueno, al
menos hemos ganado nosotros, se dijo.
Miró de nuevo el montón de
cuerpos de donde había salido. No entendía nada. ¿Estaba muerto? ¿era un
sueño?. El sol hizo brillar algo, se agachó y vio que era una petaca.
Desenroscó el tapón y olió su contenido. ¡Vaya, coñac!. La mejor cura
para los problemas mentales.
Se sentó en una piedra y se echó un buen
trago al coleto. Empezó a recordar. Recordó su último permiso, cuando
vio a aquel niño gitano que iba sobre un burro, y de repente, como
cuando en una película de Tom Mix le dan un tiro al caballo y este cae
de golpe, el burro se murió y el niño se fue al suelo. Y si, estuvo mal,
pero el efecto fue tan cómico que no pudo más que reírse. Con las
mandíbulas desencajadas notó una mano en su hombro. Una vieja, más
arrugada que una pasa, mirándole a través de unos ojos azules, más
llamativos aún por estar ubicados en ese rostro reseco, negruzco y con
más roña encima que la jaula de los monos del Retiro. Y esa voz… como
olvidarla. Una voz que le heló la sangre: “Yo te maldigo: robarás la
vida a tus seres queridos”
Bah, se dijo, tonterías.
oOo
Pasaron
los años y se dio cuenta de que no era ninguna tontería. Cuando
apreciaba a alguien, a un amigo, a un familiar, cuando una chica le
devolvía la mirada con algo más que curiosidad, en realidad los estaba
condenando. Él se conservaba exactamente igual que en el 37. Con sus
veinte años recién cumplidos. Y no solo eso, sino que había sobrevivido a
tres accidentes de automóvil, una bomba, cinco tiros, una caía salvaje
desde lo alto de una montaña e incluso a la caída de un avión. A él no
le pasaba nada, se despertaba al cabo del tiempo, que además nunca era
el mismo, sin un solo rasguño. Pero siempre, siempre, una o varias
personas de las que consideraba sus amigos, morían.
Por eso en 1980
se aisló en una aldea perdida de Huesca. Con él, siete habitantes. Y a
los otros seis procuraba ni verlos. Durante años bajaba de su picacho a
la tienda de Cosme para comprar avituallamiento. Cuando apareció
Internet, ni eso: todo lo compraba por la red y solo veía al mensajero.
Ansiaba el momento en que los drones fueran capaces de hacer ese papel y
así no arriesgarse ni con el mensajero.
Por el dinero no había
problema. Cuando sus padres murieron vendió sus terrenos y las fincas de
labor y tuvo la suerte o la genialidad de invertir el dinero en la
construcción de fincas. Nunca vendía los bajos comerciales, que mantenía
alquilados. De ahí le salía una renta que iba directa al banco a través
de las agencias que lo alquilaban, y podía vivir sin hacer más que
pasear al sol y leer. Su único problema ahora era evitar las
murmuraciones. Que nadie se diese cuenta de su edad, porque la verdad es
que no aparentaba ser un centenario.
En los primeros años fue fácil.
Primero todos creían que pertenecía a uno de esos fenotipos que
aparentan ser jóvenes hasta bien entrada la madurez. Luego, se tiño el
pelo con canas. Pero a partir de la década de los 60, se dio cuenta de
que empezaba a despertar sospechas. Se mudó y pasó 20 años interpretando
el papel de su propio hijo, usando su mismo nombre y apellidos. La
documentación falsa se la facilitó por unas pocas perras un antiguo
camarada de la IV de Navarra que estaba en interior y no hizo demasiadas
preguntas. Y aunque las hubiera hecho: el abrazo que se dieron le costó
que al salir muriese fulminado de un infarto.
Bonifacio llevaba un
diario de su longeva vida. Se lo impuso hace mucho tiempo como medio de
aislarse consigo mismo. Cuanto más tiempo estuviera concentrado, menos
amistades podía hacer. Una vez aislado, siguió con el ritual. Aunque el
título que le dio a sus memorias le sonrojaba, decidió mantenerlo para
auto fustigarse: “Solo quisimos ser jóvenes”
oOo
Poco antes de
recluirse en la aldea, Bonifacio quiso despedirse de sus camaradas.
Muchos de ellos están enterrados en el Valle de los Caídos. De pie
delante de la pared que le separaba de los huesos de quienes fueron
jóvenes como él, notó un resplandor. En aquellos años sin móviles,
cuando las fotos eran pocas y se conservaban para toda la vida, un padre
fotografió a sus hijos a su lado. Por el ángulo habrá sacado su cara
pero… en fin, qué más da. Es una foto destinada a perderse en una caja
de zapatos, hasta que salga de la misma para ir a la basura. No hay
problema.
oOo
Pero vaya si lo hubo. Aunque eso no lo sabría hasta que pasaran casi cuarenta años más.
Bonifacio
abrió la puerta al repartidor de la empresa de mensajería. El tipo que
se lo entregó, que de chavalín tenía ya poco, se quedó mirándole como si
hubiera visto a un muerto. Anque quizás si lo había visto.
Bonifacio
no hizo caso, pensó que el tipo había fumado cosas raras. Llevaba
tantos años aislado que era imposible que nadie le reconociera.
Sin
embargo, Juan Manuel, que así se llamaba el repartidor, no pudo quitarse
esa imagen de la cabeza. Cuando llegó a casa miró la foto enmarcada que
presidía su salón. Esa donde aparecía con sus dos hermanos, ya
fallecidos, que le hizo su padre en el Valle de los caídos en el
arranque de los años 80. Si. Claro que le sonaba. Era él. Era el
desconocido que aparecía en la foto, al que miraba todos los días desde
hacía alguna década. Su cara la conocía muy bien.
Juan Manuel había
apuntado su nombre. Lo googleo, pero no encontró nada. Pidió ayuda a un
par de amigos, uno policía y otro una rata de biblioteca. Alguno de los
dos igual le averiguaban algo. Hizo sendas copias de la foto y se las
dio.
Y lo que averiguó le llevó a unos pasos de la locura.
Entre
unos y otros averiguaron que con ese mismo nombre había cuatro
personas, de las que en dos casos no había noticia de su fallecimiento.
Uno nacido el tres de marzo de 1917, y el otro el mismo día de 1947. Aun
había más: repasando viejos volúmenes con fotos de guerra, encontraron
una foto de unos soldados de la IV de Navarra donde uno de ellos era
como una gota de agua al tipo de la foto de su salón.
Pero ¡no
podía ser! Ese hombre tenía 20, a lo sumo 25 años, es imposible que
tuviera 70 y mucho menos 100 años. Por la ubicación de la foto, pronto
encajaron otra pieza en el puzzle: ese fantasma estaba delante de los
muertos en la batalla de Brunete. Batalla donde, si, participó la IV de
Navarra.
oOo
Juan
Manuel fue a un par de periódicos con su historia. Solo consiguió
risas. Al salir del segundo, su humillación era tal que decidió no
volver a hacer el ridículo así. Cogería el toro por los cuernos. El mismo profundizaría en la historia. Iría a verle.
oOo
El
sábado siguiente fue a verle. Bonifacio se extrañó al abrir la puerta,
pero cuando Juan Manuel le puso delante de sus ojos la foto del Valle,
le hizo pasar. Sus dos amigos le esperaban en el coche.
Al cabo de unos momentos, Juan Manuel salió con una sonrisa. Juan Manuel le dijo a sus amigos:
Venid
conmigo. Le he contado la historia y dice que hay muchas cosas que
necesita explicarnos. Nos invita a pasar y comer con él. Es un tipo muy
afable. Seguro que nos hacemos buenos amigos.
No, no tenía que parecer un accidente. Lo sería, seguro.
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